Una desenfadada visión del mundo que recoge la esencia de toda la
narrativa de Kundera. Proyectar una luz sobre los problemas más serios y a
la vez no pronunciar una sola frase seria, estar fascinado por la
realidad del mundo contemporáneo y a la vez evitar todo realismo, así es
La fiesta de la insignificancia. Quien conozca
No sabemos si La fiesta de la insignificancia cierra el ciclo narrativo iniciado en 1968 con La broma, una sátira del estalinismo escrita al calor de la malograda Primavera de Praga, pero es indudable que Milan Kundera (Brno, 1929), escéptico y desencantado, renueva su fe en el humor como absoluto emancipador. A diferencia de las ideologías, el humor no es grandilocuente, sino alegre, inocente y de una discreta belleza. Según el autor checo, que rompe un silencio de 14 años, el humor se mueve en la escala de lo humano y no en el dominio de las grandes construcciones intelectuales, que invocan la excelencia o la necesidad para justificar la barbarie. Kundera asocia el humor a la insignificancia. No es una forma de rebajar sus méritos, sino de exaltar el amor a lo posible, a lo que acontece sin estridencias. La insignificancia no es mediocridad, sino una mirada lúcida y otoñal que invita al mundo a reconciliarse con su imperfección. Solo un escritor que ha alcanzado y sobrepasado su madurez puede impartir esta lección, sorteando las trampas de la retórica y la solemnidad.
La fiesta de la insignificancia es novela, pero también es ensayo, introspección y teología. Es novela porque relata las peripecias de Alain, Ramón, Charles y Calibán, cuatro amigos que viven en París, litigando con sus éxitos y sus fracasos. Es ensayo porque profundiza en el totalitarismo como fenómeno político y social, y es introspección porque su interpretación de la historia se fundamenta en la disección de las emociones humanas, no en la mera exégesis de los hechos. Por último, es teología porque se atreve a hablar de Dios y los ángeles, observando que los mitos no soportan el contraste con la razón, pero resultan necesarios para habitar un mundo repleto de misterios y paradojas.
La trama de la novela es insignificante, pues solo incluye paseos, conversaciones y una fiesta de aroma buñueliano, donde lo absurdo es una fuerza imparable que liquida los convencionalismos sociales. Kundera introduce personajes menores, que adquieren vida con unas leves pinceladas, y una divertida evocación histórica de Stalin, charlando con sus colaboradores más íntimos. El personaje de Charles rescata una anécdota pueril del dictador georgiano para especular con la posibilidad de escribir una obra de marionetas, pues la esencia del poder totalitario solo puede expresarse mediante lo cómico y disparatado. Stalin es tan grotesco como Hitler, pero la risa que nos inspira se congela al reparar en su poder. Nadie se atreve a cuestionar sus órdenes y eso le permite actuar de una forma “absolutamente personal, caprichosa, irracional, espléndidamente extraña, soberbiamente absurda”.
Cuando se atribuye la caza de 24 perdices no pretende que le crean, sino despertar temor y temblor, como el Dios del Antiguo Testamento. Su relato es ridículo, pues afirma que después de matar a 12 perdices y comprobar que había agotado la munición, se marchó, repostó cartuchos y aniquiló a las 12 restantes, que no se habían movido del árbol donde descansaban despreocupadas. Jrushchov, Beria, Kalinin y Brézhnev no exteriorizan su estupor hasta que se reúnen en un urinario. No saben que el dictador les espía mediante un orificio, regocijado por sus reacciones de incredulidad y desprecio. Solo es una broma, pero ninguno es capaz de apreciarlo. El terror que inspira el poder totalitario ha inaugurado una nueva era, que ha significado el “crepúsculo de las bromas”. El humor es lo insólito después de Auschwitz, Hiroshima o el Gulag soviético, donde el hombre deviene objeto, como demuestran los bocetos de Zoran Music, pintor esloveno y superviviente de Dachau. Los cadáveres apilados a la puerta de los hornos crematorios han sufrido una horrorosa deshumanización antes de ser incinerados.
En este nuevo período, los tiranos convierten la risa en su privilegio. Stalin se permite cambiar el nombre de Königsberg por el de Kaliningrado. Kalinin es el presidente del Soviet Supremo, pero es un hombre insignificante con problemas de próstata. Stalin se divierte con él, cuando advierte que su vejiga está a punto de explotar. Sabe que no se atreverá a interrumpirle y acabará manchando el pantalón en su presencia. Stalin imita a los dioses griegos, que combaten el tedio arrojando desgracias sobre los hombres. Königsberg es la ciudad donde Kant nació y pasó su vida. No es una mala broma asignarle el nombre de un pobre esbirro, incapaz de controlar sus esfínteres.
Milan Kundera, que fue expulsado del partido comunista checo por su oposición a la intervención soviética, ajusta cuentas con el pasado, explorando la naturaleza del totalitarismo desde una perspectiva insólita. No es menos original su visión de la mujer y el destino de la humanidad. Alain recorre París, fascinado por el ombligo de las mujeres, nuevo fetiche sexual. Los muslos, los senos y las nalgas han sido desplazados por el ombligo. El amor ya no es la celebración de lo individual e irrepetible, sino la exaltación de lo idéntico y redundante. Las nalgas de la mujer amada nunca se olvidan, pero todos los ombligos son iguales e indiscernibles, reflexiona Alain, que contempla preocupado el ocaso de la individualidad. En el siglo XXI, no es necesaria una dictadura para que el individuo retroceda, pues la banalidad puede ser igualmente dañina. Para Alain, el ombligo no es tan solo un objeto erótico. Antes de abandonarle, su madre contemplaba su ombligo con una mezcla de compasión y desdén, pues deseaba evitar su nacimiento.
Las páginas que relatan su frustrado intento de suicidio y su inesperado desenlace son particularmente intensas y sobrecogedoras. No es menos inquietante su sueño de una caída interminable con un asesino esperándola en el suelo. No es la madre de Alain la que se despeña, sino Eva, la primera mujer, y el asesino que desea degollarla pretende aniquilar el pasado, el presente y el futuro de la humanidad. Eva carecía de ombligo, pues el ombligo encarna la continuidad de la vida, no su principio. El primer coito entre Adán y Eva -probablemente, nada placentero- alumbró una especie condenada a soportar hambre, masacres, penurias y humillaciones. Kundera esboza un nihilismo agravado por la sombra de la culpabilidad. Alain exclama: “Sentirse o no sentirse culpable. Creo que todo radica en eso. La vida es una lucha de todos contra todos”. Si existe la fraternidad, no es un aspecto del paisaje cotidiano, sino una rareza.
Kundera escarnece al ser humano con la perspectiva del narrador omnisciente, especialmente durante la estrambótica y tediosa fiesta que reúne a todos los personajes, pero no desemboca en un pesimismo como el de Schopenhauer, si bien se permite bromear sobre las virtudes de la castidad. El bien existe, no es una simple fantasía simbolizada por mitos como Dios y los ángeles. El bien es reconocer la insignificancia del mundo y amarlo. “Esa es la clave de la sabiduría”. Ignoró si a los 85 años Kundera ha escrito su testamento literario, pero no es improbable. Nos deja una apología del ser, el atisbo de una metafísica y una meditación sobre el poder, el sexo y la belleza.
La fiesta de la insignificancia es una magnífica comedia que nos deslumbra con su exaltación de la vida y su ironía sobre las diferentes facetas del ser humano, que ama sin saber por qué, desea sin entender qué le mueve y espera sin albergar ninguna certeza...