2017年5月20日土曜日

バルザック誕生(1799) Honoré de Balzac nació / El grande de España

フォークナーの元祖のような作家でした。

Honoré de Balzac (Tours, 20 de mayo de 1799-París, 18 de agosto de 1850) fue un novelista francés. Corta fue su vida aun de esos pocos años, fueron bastantes los que Balzac perdió para su fama escribiendo con pseudónimos. Pero fueron bastantes muy pocas obras para rodear su nombre de la aureola imperecedera de la gloria. Balzac tuvo enemigos en vida y ha tenido detractores después de muerto. Pero ni los enemigos envidiosos de su fama lograron disminuir su celebridad, ni los detractores de su mérito lograron que dejasen de ser admirados sus libros La piel de zapa y El Padre Goriot (『ゴリオ爺さん』).



        No son muy conocidos los pormenores de la vida de Honorato Balzac en sus primeros años: ni se tienen datos precisos de los estudios que hizo, aunque se presume que no fueron ni muchos ni muy brillantes, pues las condiciones de su carácter inquieto, bullicioso, le hicieron poco a propósito para ser estudiante aplicado. Tampoco son muy conocidos los sucesos que determinaron al escritor francés a seguir la senda del novelista: solamente consta que desde sus primeros años contrajo muchas deudas de las que no pudo verse libre durante su vida; que las dulzuras de la popularidad y del universal aplauso fueron muy a menudo amargadas por sinsabores y disgustos que le ocasionaron los acreedores implacables. ¡Cuántas y cuántas veces habría de interrumpir el trabajo empezado, cuántas se vería precisado a suspender una escena en la cual hubiese puesto su inspiración toda y toda su sensibilidad exquisita, para atender a las reclamaciones, brutalmente formuladas acaso, de algún acreedor cansado de moratorias o para obtener nuevos aplazamientos de quien estaba decidido a ejercitar todos los derechos del que reclama su dinero! ¡Cuántos y cuántos libros, cuántas escenas de sus comedias habrán sido terminadas a toda prisa, a fin de obtener algún centenar de francos con los cuales acallar las quejas de algún proveedor exigente! Y hay aún quien extraña que se adviertan desigualdades en el estilo de Balzac; que en una misma obra y de un capítulo a otro se echen de ver alteraciones en el tono general de los cuadros.

        Puede asegurarse que Balzac es el fundador de la novela llamada naturalista que han cultivado después en Francia los hermanos Goncourt, Flaubert y sobre todo Zola. Balzac no pretendió nunca, sin embargo, mostrarse como reformador o apóstol de nueva escuela: hay realismo demasiado frío en casi todos sus cuadros, adviértese amargura y desaliento en casi todas sus producciones; pero esta amargura y este desaliento no nacieron nunca de su deseo de dogmatizar, sino del estado de su ánimo; ni aquella frialdad era sistema de enseñanza, sino resultado fatal de su dolorosa experiencia. Imaginación viva, inteligencia poderosa y gran corazón, Balzac no llegó a comprender nunca las exigencias de la vida real; engolfábase en sus trabajos, a los que daba todo su cariño de padre pero cuyo valor despreciaba como administrador, y casi nunca sacaba de sus obras lo necesario para vivir muy modestamente y siempre en medio de grandes ahogos. De todas suertes Balzac será siempre un gran poeta de las costumbres de su siglo; un documento muy curioso para el estudio de la historia de su época y de su país; gran conocedor del corazón humano, y observador tan cuidadoso como inteligente de las debilidades del hombre.

       En el año 1848 casó Balzac con una princesa polaca llamada Rzewuska; acaso el matrimonio precipitó su muerte, que, como queda dicho, ocurrió en 1850. Los biógrafos apuntan que no fue muy feliz en su matrimonio. La enfermedad que lo llevó al sepulcro fue una afección cardíaca producida indudablemente por las emociones continuas y constantes, las zozobras no interrumpidas, los sobresaltos diarios, que fueron para el desdichado escritor lo que llama el vulgo pan de cada día.

    No es de este lugar un examen detenido, ni mucho menos un minucioso análisis de las obras de Balzac, que forman muy cerca de veinte tomos y que unidas a sus comedias, pues también escribió algo para el teatro, bien que con menos éxito, constituyen un trabajo prodigioso solamente desde el punto de vista de la cantidad, si se tiene en cuenta que es el fruto de ocho años de laboriosidad; ese análisis y ese examen darían extensión excesiva a esta simple noticia biográfica.

Se ha dicho ya que Balzac es excelente pintor de costumbres y es muy conocedor del corazón humano; tiene además gran aptitud para las descripciones y un gusto artístico delicado. Sus pinturas de los lugares en que desenvuelve las escenas de sus novelas son inventarios, pero inventarios que seducen por su belleza, comparable sólo a su exactitud. La lectura de las obras de Balzac deja, sin embargo, algo de frío en el alma, algo de escepticismo en el corazón: el autor del padre Goriot, si acertó alguna vez a presentar caracteres nobles, espíritus elevados, almas dignas, los presenta siempre rodeados de contrariedades, en lucha abierta contra las realidades de la vida social y vencidos por los escollos del medio ambiente: acaso ésta es la principal razón de sus derrotas en el teatro: el público del teatro no es el público del libro; al espectador no es posible tratarle como se trata al lector, y cuando algo que el autor dramático dice o presenta choca con demasiada rudeza contra la conciencia general de las muchedumbres, las muchedumbres protestan y rechazan las obras del poeta. Las amarguras de H. de Balzac no eran las más a propósito para seducir a los espectadores aleccionados en los melodramas.

       Las obras que Balzac publicó bajo pseudónimo son, entre otras: Los dos Héctor; El Centenario; El Vicario de las Ardennas; Carlos Pointel; La heredera de Birangue; El tártaro; Clotilde de Lusignan; La última hada; Miguel y Cristina; Anita o el criminal; El Anónimo: todas estas obras aparecen firmadas por Horacio de Saint Aubin, o por de Villague, o por lord Rhoone. El último Chouan fue la primera novela que Balzac escribió poniendo su verdadero nombre: y El último Chouan alcanzó un éxito extraordinario. Balzac había recorrido de un solo paso, raso de gigante, el camino que separa la oscuridad de la fama. Después de El último Chouan, Balzac escribió: La Fisiología del matrimonio; La piel de Zapa (indudablemente la más popular y mas comentada de todas sus obras); El Lirio del Valle (『谷間のゆり』); Cuentos filosóficos; La investigación de lo absoluto (una de las novelas más sentidas y mejor concebidas de las que han inmortalizado al autor); La historia intelectual de Luis Lambert; Eugenio Grandet; El Médico de aldea; El padre Goriot; Los parientes pobres; Farragas XXIII; La mujer de treinta años, y varias comedias. Balzac, pocos años antes de morir, reimprimió todas sus obras englobándolas bajo la denominación común: La Comedia humana; esta comedia humana aparece dividida por su autor en tres grupos de estudio: Grupo primero, Estudios de costumbres; Grupo segundo, estudios filosóficos; Grupo tercero, estudios analíticos. En los estudios de costumbres incluyó Balzac tres grupos, a saber: Escenas de la vida privada; Escenas de la vida de provincia y Escena de la vida parisiense.

       Como sucede siempre, Balzac, que había sido atormentado con crueldad y perseguido con encarnizamiento durante su vida, fue muy honrado y muy festejado después de su muerte. Con una parte mínima de lo que sus compatriotas han gastado para honrar la memoria del gran escritor habría quizá bastado para hacer menos amargos y menos tristes los últimos años de sus existencia. La semilla que Balzac dejó en su Padre Goriot, en La piel de zapa y en tantas otras ha fructificado y los Zola y los Flaubert y algunos otros de menos valía han recogido sus frutos. Sólo que si en Balzac las amarguras y las tristezas, el escepticismo y el sarcasmo traducían fielmente el estado de su naturaleza enfermiza y achacosa y de su espíritu dolorido por contrariedades sin cuento, en Zola, el niño mimado por la fortuna, tiene algo de ficticio y de artificial. El talento inmenso de Zola y su imaginación riquísima, su estilo deslumbrador por la brillantez y avasallador por la energía y sobre todo su ideaiismo de poeta que asombra siempre, a despecho del mismo autor, a través de los pasajes más naturalistas de sus libros, dan atractivo y color sui generis a los libros del Maestro, atractivo de que carecen seguramente las obras de los desdichados imitadores y poco aprovechados discípulos de Emilio Zola. Pero los triunfos de Emilio Zola, de los Goncourt y de Flaubert no oscurecieron nunca la justa, la merecida fama del que emuló a Moliere en la pintura del avaro en Eugenio Gaudet y de quien en Los parientes pobres hizo exactísima, bien que desconsoladora pintura de las ruindades y de las miserias del corazón humano, aun tratándose de parientes, cuando esos parientes son pobres. Balzac tuvo siempre de sí mismo una gran opinión; pero no acertó a dar forma a esa opinión suya para sacar de sus obras los productos que merecían y que han obtenido después libreros y editores y aun novelistas que valen mucho menos que él y que darían todas sus novelas (o podrían darlas saliendo gananciosos) por La investigación de lo absoluto.

バルザック Honoré de Balzac

マジョルカ島の修道院にて死す、ランジェ公爵夫人 La duquesa de Langeais (película) Ne touchez pas la hache

El grande de España

Honoré de Balzac (1832年筆)


En el momento de la expedición emprendida en 1823-4 por el rey Luis XVIII para salvar a Fernando VII del régimen constitucional, yo me encontraba por casualidad en Tours, camino de España. La víspera de mi marcha, fui al baile en casa de una de las mujeres más amables de esta ciudad en la que, como es sabido, se divertían más que en ninguna otra capital de provincia; y poco antes del souper, pues se soupe aún en Tours, me uní a un grupo de tertulianos en medio del cual, un señor que me resultaba desconocido, contaba una aventura.
El orador, llegado muy tarde al baile, había cenado, según creo, en casa del recaudador general. Al entrar se había incorporado a una mesa de écarté; luego, tras haber pasado varias veces, para alegría de sus contrincantes cuyo equipo perdía, se había levantado, vencido por un subteniente de carabineros; y, para consolarse, había participado en una conversación sobre España, tema habitual de mil disertaciones.
Durante el relato, examiné con un interés involuntario el rostro y la persona del narrador. Era uno de esos seres de mil rostros que se parecen a tantos tipos que el observador queda indeciso, y no sabe si tiene que incluirlos entre las personas de genio modestas o entre los intrigantes subalternos. En primer lugar, estaba condecorado con la cinta roja; pero ese símbolo demasiado prodigado, ya no prejuzga nada a favor de nadie; tenía una chaqueta verde, y a mí no me gustan las chaquetas verdes en un baile, cuando la moda aconseja a todo el mundo llevar traje negro; además llevaba pequeñas hebillas metálicas en los zapatos, en lugar de lazos de seda; su pantalón era de un casimir horriblemente desgastado, y su corbata estaba mal puesta; en definitiva, vi que no le daba demasiada importancia al atuendo ¡podía ser un artista!
Sus gestos y su voz tenían un no sé qué vulgar, y su rostro, presa de los rubores que el trabajo de la digestión le imprimía, no realzaba por ningún rasgo sobresaliente el conjunto de su persona; tenía la frente despejada y poco cabello en la cabeza. De acuerdo con todos esos diagnósticos, dudaba en hacer de él un consejero de prefectura, o un antiguo comisario de guerra; pero, al verlo posar la mano sobre la manga de su vecino de manera magistral, lo incluí en la categoría de los escribanos, los burócratas y sus compinches. Finalmente estuve completamente convencido de mi observación cuando noté que sólo era escuchado por su historia; ninguno de los oyentes le concedía esa atención sumisa y esas miradas complacientes que son privilegio de las personas muy consideradas. No sé si pueden imaginarse al hombre, llenándose la nariz con tomas de rapé, hablando con la rapidez de las personas con prisa por terminar su discurso por miedo a que se les abandone; por lo demás, expresándose con gran facilidad, contando bien las cosas, dibujando de un trazo, y jovial como un bufón de regimiento. Para evitarles el tedio de las digresiones, me permito trasvasar su historia a un estilo narrativo y añadirle ese toque didáctico necesario a los relatos que, de la charla informal pasan al estado tipográfico.
Algún tiempo después de su entrada en Madrid, el gran duque de Berg invitó a los principales personajes de esta ciudad a una fiesta francesa ofrecida por el ejército a la capital recién conquistada. Pese al esplendor de la gala, los españoles no se mostraron en ella muy risueños; sus mujeres bailaron poco; en definitiva, que los invitados jugaron y perdieron o ganaron mucho. Los jardines del palacio estaban bastante espléndidamente iluminados como para que las damas pudieran pasearse por ellos con tanta seguridad como lo habrían hecho en pleno día… La fiesta era imperialmente bella, y no se escatimó nada con el fin de darle a los españoles una elevada idea del emperador, si querían juzgarlo a partir de sus lugartenientes. En un bosquecillo cercano al palacio, entre la una y las dos de la mañana, algunos militares franceses charlaban del desarrollo de la guerra, y del futuro poco tranquilizador que auguraba la actitud misma de los españoles presentes en aquella pomposa fiesta.
-¡Caray! -dijo un francés cuyo traje indicaba que era médico jefe de algún cuerpo del ejército- ayer le solicité formalmente mi regreso a Francia al príncipe Murat. Sin tener precisamente miedo de dejar mis huesos en la península, prefiero ir a curar las heridas producidas por nuestros buenos vecinos alemanes; sus armas no penetran tanto en el torso como los puñales castellanos… Además, el miedo a España es para mí como una superstición… Desde mi infancia he leído libros españoles, un montón de aventuras sombrías y mil historias de este país, que me han predispuesto intensamente contra las costumbres de sus habitantes… ¡Pues bien!, desde nuestra entrada en Madrid, ya he podido ser si no protagonista, al menos cómplice de una peligrosa intriga, tan negra, tan oscura como puede serlo una novela de lady Radcliffe… Y como creo bastante en mis presentimientos, desde mañana mismo me largo… Murat no me negará sin duda el permiso; pues nosotros, gracias a los servicios secretos que prestamos, tenemos protecciones siempre eficaces…
-Puesto que te das a la fuga, ¡cuéntanos al menos tu aventura! -exclamó un coronel, viejo republicano que se preocupaba muy poco del lenguaje y de las adulaciones imperiales.
Entonces, el médico miró atentamente a su alrededor, pareció querer reconocer los rostros de quienes le rodeaban y, seguro ya de que no había ningún español cerca de él, dijo:
-Puesto que somos todos franceses… con mucho gusto, coronel Charrin… Hace seis días -prosiguió- regresaba tranquilamente a mi alojamiento hacia las once de la noche, después de haber dejado al general Latour, cuyo hotel se encuentra a unos pasos del mío, en mi misma calle; salíamos los dos de casa del ordenador de pagos, donde habíamos tenido una berlanga bastante animada… De repente, en la esquina de una calleja, dos desconocidos, o más bien dos diablos, se lanzaron sobre mí y me cubrieron la cabeza y los brazos con una capa… Grité, pueden creerlo, como un perro apaleado; pero el paño ahogó mi voz, luego fui llevado en un vehículo a gran velocidad; y cuando mis acompañantes me libraron de la dichosa capa, oí una voz de mujer y estas inquietantes palabras dichas en un mal francés:
-Si grita o hace ademán de escapar, si se permite el menor movimiento sospechoso, el señor que está delante de usted es capaz de apuñalarlo sin escrúpulos. Por lo tanto, manténgase tranquilo. Ahora voy a explicarle la causa de su secuestro… Si se molesta en tender su mano hacia mí, encontrará entre nosotros dos su instrumental de cirugía que hemos mandado a buscar a su casa, de su parte; sin duda, le será necesario. Lo llevamos a una casa donde su presencia es indispensable… Se trata de salvar el honor de una dama. En este momento está a punto de dar a luz un hijo de su amante, a espaldas de su marido. Aunque éste se separa poco de su mujer de la que está apasionadamente enamorado y que la vigila con toda la atención de los celos españoles, ella ha sabido ocultarle su embarazo. Él cree que se encuentra enferma. Le llevamos para que la asista en el parto. Por lo que, como ve, los peligros de la empresa no le conciernen; sólo tiene que obedecernos; si no lo hace, el amante de la dama, que está sentado frente a usted en el coche y que no sabe ni una palabra de francés, lo apuñalará a la menor imprudencia…
-Y ¿quién es usted? -dije buscando la mano de mi interlocutora, cuyo brazo estaba envuelto en la manga de una chaqueta de uniforme…
-Yo soy la camarera de la señora, su confidente; y estoy totalmente dispuesta a recompensarlo personalmente, si se presta galantemente a las exigencias de nuestra situación.
-¡Con mucho gusto! -dije viéndome embarcado a la fuerza en una aventura peligrosa.
Entonces, aprovechando la oscuridad, quise comprobar si la cara y las formas de la camarera estaban en armonía con las ideas que los sonidos, ricos y guturales, de su voz me habían inspirado… La camarera se había sometido por anticipado sin duda a todas las eventualidades de aquel singular rapto, pues guardó el más complaciente de los silencios, y el vehículo no había rodado más de diez minutos por Madrid cuando recibió y me devolvió un apasionado beso. El señor que llevaba enfrente no se molestó por algunos puntapiés que le propiné de forma involuntaria; pero como no comprendía el francés, supongo que no les prestó atención.
-Sólo puedo ser su amante con una condición -me dijo la camarera como respuesta a todas las bobadas que yo le recitaba, llevado por el calor de una pasión improvisada, para la que todo eran obstáculos.
-¿Cuál?
-Que no intentará nunca saber a quién pertenezco… Si voy a su casa, será de noche y me tendrá que recibir a oscuras.
Nuestra conversación se encontraba en ese punto cuando el vehículo llegó cerca de la tapia de un jardín.
-¡Déjeme taparle los ojos!- me dijo la camarera-; se apoyará en mi brazo y yo misma lo guiaré.
Luego me colocó sobre los ojos y me anudó fuertemente detrás de la cabeza un pañuelo muy tupido. Oí el ruido de una llave colocada con precaución en la cerradura de una puertecilla sin duda por el silencioso amante que había estado frente a mí; y pronto, la doncella de cuerpo arqueado, que tenía cierto meneo al andar, me condujo, a través de las avenidas enarenadas de un gran jardín, hasta un determinado lugar donde se detuvo. Por el ruido que hicieron nuestros pasos, supuse que nos encontrábamos delante de la casa.
-¡Ahora, guarde silencio! -me dijo al oído- y preste mucha atención… No pierda de vista ni una sola de mis señales, pues no podré ya hablarle sin peligro para los dos, y en este momento se trata de salvarle a usted la vida. -Luego añadió con voz más alta-: La señora está en una habitación de la planta baja; para llegar hasta allí, tendremos que pasar por la habitación y delante de la cama de su marido; por lo que no tosa, ande con cuidado, y sígame atentamente para no golpear ningún mueble o poner los pies fuera de la alfombra que he dispuesto para nuestros pasos…
En ese momento, el amante gruñó sordamente, como alguien impacientado por tantos retrasos. La camarera se calló; oí abrir una puerta, percibí el aire cálido de un apartamento y avanzamos con cautela, como ladrones en expedición. Por fin, la suave mano de la camarera me quitó la venda. Me encontré en una habitación grande, alta y mal iluminada por una única lámpara humeante. La ventana se encontraba abierta, pero había sido protegida por gruesos barrotes de hierro por el marido celoso; fui arrojado en ella como a un callejón sin salida.
En el suelo, y sobre una estera, se encontraba una magnífica mujer, cuya cabeza estaba cubierta por un velo de muselina, pero a través del cual sus ojos llenos de lágrimas brillaban con todo el esplendor de las estrellas. Oprimía con fuerza un pañuelo de batista sobre la boca, y lo mordía tan vigorosamente que sus dientes lo habían desgarrado y habían penetrado a medias en él… No he visto jamás cuerpo más bello, pero ese cuerpo se retorcía de dolor como se retuerce una cuerda de arpa que se arroja al fuego. La desgraciada había formado dos arbotantes con sus piernas apoyándolas sobre una especie de cómoda; y con las dos manos, se agarraba a los palos de una silla estirando los brazos, cuyas venas estaban horriblemente hinchadas. Se parecía a un criminal en las angustias del potro… Por lo demás, ni un grito, ni ningún otro ruido que no fuera el sordo crujido de sus huesos, y nosotros estábamos allí, los tres mudos e inmóviles… Los ronquidos del marido resonaban con constante regularidad…
Quise ver a la camarera, pero se había vuelto a poner la máscara de la que se había deshecho, sin duda, durante el trayecto y sólo pude ver dos ojos negros y formas muy pronunciadas que abombaban su uniforme. El amante estaba también enmascarado. Cuando llegó, arrojó unas toallas sobre las piernas de su amante, y dobló sobre el rostro el velo de muselina.
Una vez que hube observado concienzudamente a aquella mujer, reconocí por ciertos síntomas antaño observados en una muy triste circunstancia de mi vida, que el bebé estaba muerto; entonces me incliné hacia la camarera para informarle de la situación. En ese momento, el desconfiado desconocido sacó su puñal; pero tuve tiempo de decírselo todo a la doncella, que le dijo dos palabras en voz baja. Al oír mi pronóstico, el amante tuvo un ligero escalofrío que le subió de los pies a la cabeza como un relámpago, y me pareció ver palidecer su rostro bajo la máscara de terciopelo negro. La doncella, aprovechando un momento en el que este hombre desesperado miraba a la moribunda que se ponía morada, me indicó con un gesto los dos vasos de limonada servidos sobre una mesa, y me hizo un gesto negativo. Comprendí que debía abstenerme de beber, pese al horrible calor que me hacía sudar. De repente, el amante, que sin duda tenía sed, tomó uno de los vasos, y se bebió más o menos la mitad de la limonada que contenía.
En ese momento, la dama tuvo una violenta convulsión que me indicaba el momento favorable a la crisis, y, cogiendo mi lanceta, la sangré apresuradamente en el brazo derecho con bastante fortuna. La camarera recogió con toallas la sangre que brotaba abundantemente; luego la desconocida entró en un abatimiento propicio para mi operación… Me armé de valor, y tras una hora de trabajo, logré extraer al bebé en trozos. El español, que no pensaba ya en envenenarme, comprendiendo que acababa de salvar a su amante, lloraba bajo su máscara y, en ocasiones, gruesas lágrimas caían sobre su capa.
Por lo demás, la mujer no lanzó ni un grito, pero seguía mordiendo el pañuelo, temblaba como un animal salvaje cercado, y sudaba gruesas gotas. En un instante horriblemente crítico, hizo un gesto para indicar la habitación de su marido; el marido acababa de darse la vuelta; y, de los cuatro, era la única que había oído el roce de las sábanas, el ruido de la cama o de las cortinas. Nos detuvimos, y a través de los agujeros de sus máscaras, la camarera y el amante se lanzaron miradas de fuego…
Aprovechando esta especie de tregua, tendí la mano para coger el vaso de limonada que el desconocido había empezado; pero él, creyendo que iba a beber de alguno de los vasos llenos, saltó con la agilidad de un gato, y colocó su largo puñal sobre los dos vasos envenenados. Me dejó el suyo, haciendo un gesto con la cabeza para decirme que me tomara el resto. Había tantas cosas, tantas ideas, tanto sentimiento, en aquel gesto y en su vivo movimiento, que le perdoné casi las atroces combinaciones meditadas para matar y enterrar cualquier tipo de huella de aquellos acontecimientos. Me dio la mano cuando acabé de beber; luego, tras haber dejado escapar un movimiento convulsivo, envolvió personalmente con todo cuidado los restos de su hijo; y cuando, después de dos horas de cuidados y miedos, la camarera y yo recostamos a su amante, me apretó de nuevo las manos y, sin que yo lo supiera, introdujo en mi bolsillo una suma importante. Entre paréntesis, como yo ignoraba el suntuoso regalo del español, mi criado me robó aquel tesoro dos días después, y huyó provisto de una verdadera fortuna. Le dije al oído a la doncella las precauciones que había que tomar; luego le manifesté el deseo de que me dejaran libre. La camarera permaneció junto a su señora, circunstancia que no me tranquilizó en exceso; pero decidí mantenerme alerta. El amante hizo un paquete con el cuerpo del bebé muerto y la ropa teñida por la sangre de su amante; luego lo apretó fuertemente, lo ocultó bajo su capa; y, pasándome la mano sobre los ojos como para decirme que los cerrara, salió delante de mí invitándome con un gesto a que me agarrara a un faldón de su traje; lo que hice, no sin echarle una última mirada a la camarera. Ésta se quitó la máscara al ver que el español había salido, y me mostró el rostro más bello del mundo.
Crucé los apartamentos siguiendo al amante; y cuando me encontré en el jardín, al aire libre, confieso que respiré como si me hubieran quitado un enorme peso del pecho. Caminaba a una distancia respetuosa de mi guía, observando sus menores movimientos con la mayor atención.
Una vez llegados a la puertecilla, me cogió de la mano, y puso sobre mis labios un sello, montado en una sortija, que yo le había visto en un dedo de la mano izquierda. Comprendí todo el significado de aquel gesto elocuente. Salimos a la calle y, en lugar del vehículo, había dos caballos esperándonos. Montamos cada uno en un animal; el español cogió mi brida, la sujetó con la mano izquierda, cogió entre los dientes la brida de su montura, pues tenía el sangriento paquete en la mano derecha, y partimos con la rapidez del relámpago. Me fue imposible observar el menor objeto que pudiera servirme para reconocer la ruta que recorrimos. Al amanecer, yo me encontré cerca de mi puerta, y el español escapó, dirigiéndose hacia la puerta de Atocha.
-¿Y no vio usted nada que pudiera hacerle sospechar de qué dama se trataba? -preguntó un oficial al médico.
-Una sola cosa… -dijo-. Cuando sangraba a la desconocida, observé en su brazo, más o menos a la mitad, una pequeña verruga, del tamaño de una lenteja, rodeada de pelos oscuros… El palacio me pareció magnífico, inmenso; la fachada no se acababa nunca…
En ese momento, el indiscreto cirujano se detuvo, pálido. Todos los ojos fijos en los suyos siguieron la misma dirección; y los franceses vieron a un español envuelto en una capa, cuya mirada de fuego brillaba en la oscuridad, en medio de un bosquecillo de naranjos donde se mantenía de pie. El oyente desapareció de inmediato con una rapidez de silfo, cuando un joven subteniente se lanzó tras él.
-¡Caramba! Amigos míos -exclamó el médico- esos ojos de basilisco me han dejado helado. Oigo campanas; les digo adiós o me enterrarán aquí.
-¡No seas tonto! -dijo el coronel Charrin-, Lecamus ha seguido al espía, él sabrá darnos razón del mismo.
-¿Qué ha pasado Lecamus? -preguntaron los oficiales, al ver regresar jadeante al subteniente.
-¡Al diablo! -respondió Lecamus-. Creo que ha pasado a través de las murallas; y, como no creo que sea un brujo, sin duda es de la casa; conoce los pasadizos, los rodeos, y se me ha escapado fácilmente.
-¡Estoy perdido! -dijo el cirujano con voz taciturna.
-¡Vamos!, tranquilízate -contestaron los oficiales; te acompañaremos por turnos en tu casa hasta que te marches… y, por esta noche, te acompañamos todos.
Efectivamente, tres jóvenes oficiales, que habían perdido su dinero en el juego y no sabían qué hacer, recondujeron al médico a su alojamiento, y se ofrecieron a permanecer con él, lo que éste aceptó.
Dos días después, había obtenido su regreso a Francia, y hacía todos los preparativos para marcharse con una dama a la que Murat le había proporcionado una gran escolta. Acababa de cenar en compañía de sus amigos, cuando su criado vino a avisarle que una mujer joven quería hablar con él. El cirujano y los tres oficiales bajaron de inmediato; pero la desconocida sólo pudo decir: «¡Tenga cuidado!» Y cayó muerta. Era la camarera que, sintiéndose envenenada, esperaba llegar a tiempo para salvar al médico. El veneno la desfiguró por completo.
-¡Demonios! ¡demonios! -exclamó-. ¡A eso se le llama amor! ¡Sólo una española es capaz de correr con un monstruo de veneno en el estómago!
El médico permanecía singularmente pensativo. Finalmente, para ahogar los siniestros presentimientos que le atormentaban, volvió a la mesa y bebió inmoderadamente, lo mismo que sus compañeros; luego, medio ebrios, se acostaron temprano. En mitad de la noche, el médico fue despertado por el chirrido que hicieron los aros de las cortinas violentamente corridas sobre sus varillas. Se incorporó, presa de esa trepidación mecánica de todas las fibras que se adueña de nosotros en un momento de despertar súbito. Entonces vio delante de él a un español envuelto en su capa. El desconocido lanzaba la misma mirada ardiente que la que había salido de entre la vegetación durante la fiesta y por la que se había quedado tan impactado. El cirujano gritó: «¡Socorro!… A mí, amigos míos» Pero a esa llamada de auxilio, el español contestó primero con una risa amarga: «El opio crece para todo el mundo». Y, después de esa especie de sentencia, le mostró a sus tres amigos profundamente dormidos; y, sacando bruscamente de debajo de su capa un brazo de mujer recién cortado, se lo presentó al médico, mostrándole una señal similar a la que él había descrito tan imprudentemente: «¿Es la misma?» preguntó. Al resplandor de un farol colocado sobre la cama, el cirujano, helado de espanto, contestó con un gesto afirmativo y, sin más información, el marido de la desconocida le hundió el puñal en el corazón.
-Este cuento es furiosamente pardo -dijo uno de los oyentes- pero es más inverosímil todavía; porque ¿puede explicarme cuál de los dos le contó la historia, el muerto o el español?
-Señor -contestó el narrador, molesto por la observación-, como afortunadamente la puñalada que recibí en lugar de deslizarse hacia la izquierda lo hizo hacia la derecha, supongo que admitirá que yo conozca mi propia historia… le juro que hay aún algunas noches en las que veo en sueños aquellos dichosos ojos…
El cirujano en jefe se detuvo, palideció, y se quedó boquiabierto, en una verdadera crisis de epilepsia. Nos volvimos todos para mirar hacia el salón. En la puerta se encontraba un grande de España, uno de esos afrancesados en el exilio, que había llegado hacía quince días a Touraine con su familia. Aparecía por vez primera en sociedad y, como había llegado tarde, visitaba los salones, acompañado de su mujer cuyo brazo derecho permanecía inmóvil.
Nos separamos en silencio para dejar pasar a aquella pareja, que no vimos sin una emoción profunda. ¡Era un auténtico cuadro de Murillo! El marido tenía dos ojos de fuego en unas órbitas hundidas y ojerosas. Su rostro estaba demacrado, el cráneo sin cabello y el cuerpo de una delgadez extrema. La mujer… ¡imagínensela! No, porque no la pintarían como era. Tenía una estatura considerable; estaba pálida, pero era bella aún; su tez, por un privilegio inaudito para una española, era deslumbrante de blancura; pero su mirada caía sobre nosotros como una colada de plomo fundido… su hermosa frente, adornada con perlas y blanca, se parecía al mármol de una tumba; tenía sin duda una gran pena en el corazón… Era el dolor español en todo su esplendor… Es inútil añadir que el médico había desaparecido…
-Señora, -le pregunté a la condesa hacia el final de la velada- ¿en qué acontecimiento perdió usted el brazo?
-En la guerra de la Independencia -contestó.
FIN

Honoré de Balzac La Comedia humanaバルザック