Cuenta Márai Sándor que durante su estancia en Francia gustaba alternar la sala de fumadores del Ritz con los cafés de Montparnasse, especialmente el de la Rotonda, donde se reunían los exiliados españoles. «Descubrí con sorpresa», escribe el entonces periodista húngaro, «que en el exilio algunas personas llegan a desempeñar un papel principal, aunque no estén destinadas a ello ni por sus capacidades intelectuales o espirituales ni por sus aptitudes para el liderazgo. (Miguel de) Unamuno era más inteligente, el comandante Ramón Franco ~ese tirabombas silencioso y triste, lleno de spleen- era considerado una persona más revolucionaria que Blasco Ibáñez, escritor de novelas decorativas y mediocres; y, sin embargo, éste era el líder: todos, incluso los espíritus más destacados, lo reconocían como tal, se sometían a él y lo obedecían».
La escena pertenece a los años 20, cuando Blasco Ibáñez era el principal estandarte de la oposición en el exilio a Primo de Rivera, su fama había llegado hasta Hollywood y era tan inmensamente rico que podía permitirse el lujo de dar la vuelta al mundo y regresar luego a Fontana Rosa, su mansión de Menton, en la Costa Azul, para escribir un diario de viaje de tres tomos. Es probable que Márai desconociera el protagonismo que había tenido Blasco a caballo entre dos siglos como periodista, editor, agitador político varias veces detenido, parlamentario republicano y escritor de folletines de tanto éxito como La Barraca o Cañas y Barro, cuyos réditos le permitieron emprender una ruinosa aventura en Argentina como colono en Río Negro. Y cómo desde los primeros días de la Gran Guerra se había puesto al frente de la propaganda a favor de los aliados, con tanto fervor que el propio presidente Rayrnond Poincaré le facilitó varias visitas al frente, los principales foros parisinos se lo disputaban como conferenciante y, para contrarrestar el avance de la propaganda alemana, se le sugirió que pronunciase varias conferencias en España. Lo que le ocurre en ese accidentado viaje es una muestra de hasta qué punto las diferencias entre aliadófilos y germanófilos no se dirimían sólo en las páginas de los periódicos. Si en ese mismo mes de junio de 1915 Lerroux estuvo a punto de ser apaleado en Sevilla, Blasco pudo perder la vida. El Gobierno, para evitar altercados, le prohibió participar en cualquier acto público en Madrid y Valencia. El profesor Pitollet, citado por el biógrafo de Blasco, León Roca, relata lo ocurrido cuando desembarcó en el puerto de Barcelona: «Los germanófilos habían acudido en muchedumbre compacta a dar su bienvenída especial al mensajero de la idea francesa republicana. Los muelles retumbaron con silbidos y gritos de muerte y llovieron piedras en dirección al navío ( .. .) Desde su coche, con el revólver en las rodillas para estar pronto él la respuesta, el novelista desafiaba a la turba, contra quien tenían que cargar los guardias a caballo para que el vehículo pudiera seguir adelante. Por otra parte, los socialistas y los republicanos que habían acudido no tardaron en entrar en colisión con los germanófilos, y entre el vocerio, los disparos de revólver, a los cuáles los guardias contestaban a sablazos, y una granizada de piedras, fue como Blasco llegó a casa de su hermana».
Durante estos años, Blasco Ibáñez despliega una actividad incansable. A los numerosos artículos publicados, se une la ambiciosa edición, desde noviembre de 1914, de un fascículo semanal de 32 páginas profusamente ilustrado con fotos, planos y mapas sobre los acontecimientos del conflicto. No son propiamente crónicas de guerra, sino un esfuerzo por recopilar todos los elementos para elaborar una auténtica Historia de la Guerra Europea de 1914. Sin embargo, escribe en el prólogo: «Procuraremos ser imparciales en nuestro relato, aunque jamás historia alguna en sus deseos de imparcialidad ha llegado a librarse de las influencias de la pasión». Desde las primeras entregas, Blasco se declara un firme defensor de la causa francesa, que representa «las más nobles aspiraciones de la humanidad» y confiere a la obra una finalidad propagandística sin disimulos. No obstante, sólo «los tres primeros tomos de esta enorme faena fueron escritos de puño y letra de Blasco Ibáñez», recordará su colaborador en la editorial Prometeo Emilio Gascó. «A partir de entonces, el ardiente propagandista se ciñó a dirigirla, y no por ello evitó tarea y atención», concluye. Blasco Ibáñez era ya una marca registrada que producía como una auténtíca escuela o taller editorial.
Es imposible que Blasco redactara los nueve volúmenes completos de la obra. Las recaídas a causa de la aguda diabetes que padecía lo alejaban continuamente de París y la escritura de las tres novelas sobre el conflicto absorbían todo su tiempo. Es cierto que la trilogía formada por Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Mare Nostrum y Los enemigos de la mujer eran novelas «mediocres» como diria rvrárai, pero todas ellas sirvieron a los soldados que iban al frente y a quienes esperaban en la retaguardia para sobrellevar las incertidumbres de la Guerra con unos folletines de buenos y malos y de sentimentalismo fácil. Todas fueron traducidas a varios idiomas y alcanzaron tal éxito en Europa y EEUU que sólo los derechos de la edición inglesa, recibidos inesperadamente gracias a su traductora americana, lo convirtieron en el primer fenómeno literario español a nivel mundial. Luego llegó el éxito de Hollywood, la versión cinematográfica de Los cuatro jinetes ... , protagonizada por Rodolfo Valentino, el doctorado honoris causa por la Universidad de Washington y su consagración definitiva. Pero pasados los años de la Gran Guerra, su obra cayó inevitablemente en el olvido y su figura, como la vio Márai, fue declinando hasta su muerte en 1928.