Nació en 1945. Su infancia: casa cuna, hospicio y correccional.
Blas Romero, «El Platanito», conoció a su madre con 9 años cuando lo
sacó del hospicio. «Me tuvo un año con ella, pero como no había qué
comer, y sin que yo hiciera nada malo, me metió en un correccional, y me
libré por poco de que me metiera en el manicomio, como hizo con mi
padre después de que sufriera una embolia cerebral y con mi hermana.
Ella se quitaba la familia de en medio metiéndola en el manicomio; no he
tenido suerte con casi nada, pero con mi madre, menos».
–Así que se escapó de casa con 16 años...–No me sentía querido por mi madre y tenía miedo a que me metiera en el manicomio de Badajoz, como le he dicho. Lo del correccional fue horrible, creo que me quedé medio sonado para siempre por aquellos cuatro años. Palos, palos y palos, y abusos. Me escapaba para intentar denunciar aquel infierno, pero siempre me trincaban a los diez kilómetros o así. Era peor que un campo de concentración.
–¿Conoció a su padre?
–Le conocí porque trabajaba en una frutería y tenía que llevar la fruta al manicomio. Allí le vi atado con correas, desnudo, bebiendo agua en un abrevadero. Allí lo mataron a palos. Cuando gané algún dinero en los toros, lo primero que hice fue sacar a mi hermana del manicomio y tratar de investigar la muerte de mi padre, las palizas. Pero no pude hacer nada, nadie sabía nada, todos miraban para otro lado.
Le llamaban Platanito porque su padre había tenido un almacén de plátanos. Y con Platanito se quedó. Le faltaba algo a su biografía espeluznante: la cárcel. Y la conoció por tirarse de espontáneo en Madrid: le tuvieron mes y medio entre Carabanchel y Badajoz; le aplicaron la Ley de Vagos y Maleantes por indocumentado. ¿A quién se le ocurre tirarse al ruedo sin carné de identidad? Una vida así podría haber engendrado a un demonio, pero no, al Platanito no le dio por la droga ni por robar, «siempre he sido un tipo decente». Saltó de la casa y se fue de capeas. No le dijo a nadie «o me hago rico o llevarás luto por mí». No tenía a quién decírselo.
–Domingo Dominguín organizaba en Vista Alegre –me cuenta– becerradas nocturnas para dar oportunidades a maletillas. Yo me enteré en Lérida, donde estaba trabajando en una fábrica de cemento, y me monté en el primer tren que vi. No tenía dinero, así que me metí en la perrera, eché a los perros y ahí, muy recogido, viajé hasta Madrid.
–¿Y qué pasó en Vista Alegre?
–Me soltaron una vaca que habían toreado antes diez. Fíjese lo que sabía la vaca. Me hizo de todo. A pesar de eso, los Dominguín vieron algo en mí, me arreglaron los papeles, me instalaron en el Hotel Victoria, me dieron mil pesetas y me buscaron novilladas. De los mil y pico maletillas que se presentaron, sólo nos cogieron a Palomo Linares, al Capea y a mí. Hace poco me encontré con el Capea y me dijo: «Lo que yo tengo, tendrías que tenerlo tú igual». Yo le dije: «Uno de los tres tenía que acabar vendiendo lotería, y me ha tocado a mí».
Triunfó en los 60. Yale le bautizó como «El cordobés de los pobres». Nadie le tomaba serio, algunos matadores no querían torear con él. «La gente se mondaba de la risa hasta cuando me ponía a torear en plan formal; iban a verme para cachondearse; conmigo se divertían; El Cordobés inventó el salto de la rana y yo el saltamontes; mi salto era mejor».
–Su gloria fue breve...
–No tuve una buena persona a mi lado. Me vino el dinero de golpe y no sabía qué hacer. Esto es gloria bendita, esto no se acaba nunca, me decía. Llegué a cobrar más de un millón por corrida, lo que nadie, pero de ese dinero no me llegaba casi nada. Los que me llevaban me metían en el bolsillo 40.000 pesetas y me decían «ten esto y cállate». Me engañaban. Se forraron conmigo. Me arruinó la gente que tuve alrededor. Entre que yo no estaba preparado y no sabía de cuentas y lo listos que eran ellos...
Hizo una película, «Jugando a morir». «Pagaron medio millón y yo sólo recibí la mitad». Luego se trabajó las ferias con el show «Platanito y su troupe». Torero bufo. Con él se formó Ortega Cano, que estuvo tres años matando becerros de pueblo en pueblo. Luego, otra vez la miseria. Pidió al alcalde Tierno una plaza de barrendero. Nada. Recogió maletas en la estación, limpió zapatos, vendió fruta, descargó camiones en Legazpi... Organizaron una corrida benéfica para que pudiera comprarse un piso: recaudaron 60 millones y le dieron siete. «Dijeron que lo demás se había ido en gastos; casi tengo yo que poner dinero». Vive de alquiler. Vende lotería, «pero tengo tanta mala suerte que no doy un puto premio». Sufre depresiones. «No voy al psiquiatra porque sólo te forran a pastillas; siempre he sido un loco pacífico». Tiene 4 hijos y una mujer discapacitada. Ya no espera nada de la vida ni de nadie.
アンデスの闘牛士 El torero de los Andes 売れないスペイン人闘牛士の夢と現実
Blas Romero llegó a tomar la alternativa como matador el 10 de octubre de 1970, pero nunca alcanzó el sueño de triunfar en los ruedos. Cansado de intentarlo una y otra vez, se convirtió en diestro de charlotada, al estilo del ‘Bombero Torero’. Recorriendo los cosos con un vehículo en forma de plátano, intentó una y otra vez acceder al mundo del toreo serio a través de sus apariciones humorísticas. Nunca lo consiguió, y hoy en día se le conoce por la cínica frase que el mundillo taurino le dedicó: La ‘oportuniá pal’ Platanito.
Viene esto a cuento por las escasísimas oportunidades que en Navarra tienen los entrenadores jóvenes de llegar a un equipo de categoría Nacional. Ya sea un conjunto femenino o masculino, y con muy pocas excepciones, todos están copados por técnicos veteranos, algunos los llaman dinosaurios, que nunca dan paso a otros más noveles. Es más, en las raras ocasiones en que un club tiene que ocupar una vacante siempre busca al preparador más curtido y considerado más experto.
De esta forma los técnicos teóricamente menos iniciados se aburren de esperar su oportunidad y como El Platanito se convierten en entrenadores de verbena. Marchan a clubes donde nunca van a aspirar a equipos nobles, pero en los que al menos tienen el aliciente de llenar sus bolsillos con sumas que les compensan el desprecio que sienten. Después, conforme van finalizando su carrera universitaria y encuentran trabajo, van abandonando la práctica activa del deporte, con lo que el baloncesto pierde elementos verdaderamente valiosos.