本日は 日本でも木村栄一氏の訳書で有名なスペインの作家、フリオ・ジャマサーレス (フリオ・リャマサーレス)の誕生日であります。今日で60歳です。Ernesto Mr. T と同世代であります。
Julio Llamazares (Julio Alonso Llamazares) nació el 28 de marzo de 1955 en Vegamián, un pequeño pueblo de las montañas de León, en la actualidad, bajo las aguas del embalse del Porna. Hijo de un maestro, tras la destrucción de su pueblo, la familia se trasladó a Olleros de Sabero, en la misma provincia.
Se licenció en Derecho aunque se dedicó al periodismo en Madrid. Compaginó durante años su labor como periodista con una fecunda producción literaria. Títulos como «El río del olvido», «En mitad de ninguna parte» y «Tras - os - Montes», novela y un libro de viajes al mismo tiempo, donde refleja el paisaje portugués, centrándose concretamente en la región de Trás-os-Montes, forman parte de un currículum que se completa con innumerables ensayos, reportajes, críticas, crónicas y cuentos.
La revolución literaria de Llamazares se produjo a finales de los años setenta gracias a títulos como «La lentitud de los bueyes» y «La blancura de la nieve». A estas obras les suceden otras de corte narrativo como «Luna de lobos» y «La lluvia amarilla», que lo consolidan en una época marcada por una intensa labor en el medio televisivo. Otros títulos como «En babia», «El río del olvido», «Escenas de cine mudo», «Nadie escucha» y la compilación de sus relatos dentro del volumen «En mitad de ninguna parte» muestran los plurales registros de su creatividad que apunta simultáneamente en varias direcciones, que van desde la memoria hasta el ensayo, pasando por la literatura de viajes, el reportaje, la crítica, la crónica y la narrativa breve. En 2005 publicó «El cielo de Madrid».
En 2008 se editó Las rosas de piedra, primer volumen sobre un recorrido por todas las catedrales de España. La obra es fruto de seis años de viajes por 45 catedrales. En sus novelas, El cielo de Madrid (2005) y en Las lágrimas de San Lorenzo (2013), es la paternidad la que cobra mayor relieve. En ésta es un padre que ya ha superado la cincuentena, el que siente la necesidad volver al lado de su hijo de 12 años. Sumerge al lector en una metáfora sobre el paso del tiempo y sobre los paraísos e infiernos perdidos. Emotiva historia, escrita con un estilo lleno de lirismo que caracteriza al autor.
Obras
Narrativa
Luna de lobos (1985)
La lluvia amarilla (1988)
Escenas del cine mudo (1994)
En mitad de ninguna parte (1995)
Tres historias verdaderas (1998)
El cielo de Madrid (2005)
Tanta pasión para nada (2011)
Las lágrimas de San Lorenzo (2013)
Poesía
La lentitud de los bueyes (1979)
Memoria de la nieve (1982)
Ensayo y prensa
El entierro de Genarín: Evangelio apócrifo del último heterodoxo español (1981)
En Babia (1991)
En mitad de ninguna parte (1995)
Nadie escucha (1997)
Los viajeros de Madrid (1998)
Modernos y elegantes (2006)
Entre perro y lobo (2008)
Viajes
El río del olvido (1990)
Trás-os-montes (1998)
Cuaderno del Duero (1999)
Las rosas de piedra (2008)
Guiones
Retrato de un bañista (1984)
Luna de lobos (1987)
El techo del mundo (1995)
Flores de otro mundo (1999)
Fue el principio del fin, la iniciación del largo e interminable adiós en que a partir de entonces, se convirtió mi vida. Como la luz del sol, cuando se abre una ventana después de muchos años, rasga la oscuridad y desentierra bajo el polvo objetos y pasiones ya olvidados, la soledad entró en mi corazón e iluminó con fuerza cada rincón y cada cavidad de mi memoria. (La lluvia amarilla)
Esta es mi tierra - León: memoria de la nieve - RTVE.es
以下は El País 紙につい最近載ったものであります。
Julio Llamazares: “La memoria histórica de un país es su literatura”
"Todavía existe”. La vida de Julio Llamazares está tan unida a lugares desaparecidos que cuando habla del pueblo en el que pasó casi toda su infancia —Olleros de Sabero— aclara sin darse cuenta de que todavía existe. Los que no existen, o no del todo, son Vegamián —el lugar en el que nació en 1955, hoy anegado por un pantano— y Ainielle, la aldea deshabitada del Pirineo aragonés en la que situó la acción de La lluvia amarilla,su segunda novela, que lo consagró en 1988.
Tras décadas siendo algo así como “el escritor del pueblo sumergido”, Llamazares publica Distintas formas de mirar el agua, el relato coral de una familia que vuelve al embalse del Porma —el que anegó Vegamián— para dispersar en sus aguas las cenizas del patriarca. En su casa de Madrid, el escritor cuenta que siempre ha escrito el mismo libro, que todo lo que ha hecho son variaciones sobre el primer verso del primer poema de su primer libro. Lo dice metafóricamente, pero, por si acaso, el libro es La lentitud de los bueyes. De 1979. El verso es este: “Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora”. Son las cinco, llueve. No es literatura.
PREGUNTA. Por fin su novela sobre los pueblos sumergidos. Casi a los 60 años. ¿Le ha costado?
RESPUESTA. La verdad es que he tenido la sensación de escribirla como al dictado. Tardo mucho entre novela y novela. Esta es la sexta en esos 60 años. Hubo dos detonantes: haciendo un reportaje sobre el pantano de Riaño fui a un pueblo de colonización de Palencia y me impresionó que la gente me dijera que cuando pasaron de la montaña a la llanura tuvieron que aprender a mirar porque se perdían sin puntos de referencia. Además, los habían alojado en una laguna desecada y cuando llovía volvía a aflorar el agua, así que tenían que dormir con la mano colgando de la cama por si acaso. Esas imágenes removieron en mí todo lo acumulado.
P. ¿Y el otro detonante?
R. Una conferencia que me invitaron a dar en un congreso sobre el agua. Me pidieron que hablara sobre mi relación con Juan Benet como ingeniero del pantano que cubrió Vegamián. Las dos cosas hicieron que brotara de golpe esta novela. Es como cuando llevas mucho tiempo escribiendo y un día le das a la impresora y sale todo seguido.
P. El libro lleva una cita de Benet, que le dijo que usted era escritor gracias a él.
R. Lo hacía por provocar, en su estilo, y yo lo tomé como un insulto. No tuve mucha relación con Benet, pero creo que era un gran tímido que combatía su timidez atacando. Hizo por conocerme. Para mí era un escritor muy importante y nuestra relación fue extraña: por un lado, mantenía su pose de ingeniero escritor arrogante; por otra, siempre me preguntaba por la gente de allí.
P. ¿Y tenía razón?
R. Polemizamos sobre el cierre de Riaño, en 1987, y usó esa frase. Con el tiempo he pensado que tenía razón. Esta novela trata de responder a la pregunta que siempre me hacen sobre cómo me ha influido nacer en un pueblo sumergido. Supongo que como a otro nacer en Madrid o en África, pero imagino que ese sentimiento de pérdida, destrucción y desarraigo que recorre mis libros viene de ahí. Vegamián es un símbolo, no un lugar. Es esa sombra que se adivina bajo el agua cuando pasas por allí en verano. Esa es mi patria, una sombra bajo el agua.
P. ¿Se acuerda de Vegamián?
R. Muy poco. Nací allí por azar. Mi padre era el maestro de la escuela y me fui con dos años. Cuando empezaron las obras nos mudamos a un pueblo minero cercano.
P. ¿Olleros?
R. Olleros de Sabero, que todavía existe, aunque muy decaído por el cierre de la minería. Me dicen: “Escribes de cosas muy tristes”, pero miro para atrás y todos los lugares por los que he pasado o están bajo el agua o son arqueología industrial o no queda nadie. No es que sea mejor ni peor, es lo que yo he vivido. De ahí me viene la sensación de ser un extranjero que vive en España.
P. ¿Cuándo tomó conciencia de que su pueblo estaba bajo el agua?
R. En 1983. Vivía ya en Madrid y un director de cine, José María Martín Sarmiento, quiso hacer una película —El filandón— con cuentos de autores leoneses. Yo escribí un guion para rodarlo en un pueblo cercano al pantano y al llegar para rodar lo primero que veo son las ruinas de Vegamián emergidas del agua. Estaban vaciando el embalse para revisar la presa. Fui a la casa en la que nací: estaba llena de truchas muertas atrapadas en el lodo. Escribí tres poemas pero fui incapaz de seguir. Me di cuenta de que la palabra es muy limitada, y yo, más.
P. Los personajes de su novela se quejan de que el ingeniero los menospreció. ¿Fue así?
R. Por lo que yo he oído contar, fue así. Salvo el dueño de la venta de Remellán, en la que Benet escribía por las noches, nadie me ha hablado bien de él. Pero este libro no es un ajuste de cuentas: yo tuve una relación cordial con Benet y como escritor lo admiro mucho. Era la época.
P. ¿La época?
R. Entonces los ingenieros eran dioses, pero también los médicos y hasta los maestros de escuela. Los ingenieros eran dioses que podían cambiar la naturaleza y tu vida. Estabas en tu casa y te caía encima el aparato del Estado. Vegamián fue en la época de Franco, pero Riaño en la de Felipe González y no sé si recuerdas imágenes de la Guardia Civil entrando en el pueblo como los israelíes en Gaza. Y era el PSOE, que antes había criticado los pantanos. Pero esto es una novela. Mi postura ante los pantanos no es de cerrazón. Las cosas hay que hacerlas porque hace falta el agua pero sin tratar a la gente como animales.
P. Pese al drama, sus personajes reconocen que la vida les fue mejor.
R. Los dos temas de la novela son el punto de vista —para unos el paisaje es precioso; para otros, tenebroso— y el desarraigo. Los damnificados por los pantanos son los judíos españoles del siglo XX, el suyo es un destierro desconocido para la mayoría de la gente. Muchos saben que hay pantanos, pero no que hay pueblos debajo del agua.
P. ¿Mereció la pena? Los pantanos no siempre han servido para el regadío.
R. Es que muchos no fueron construidos para lo que le dijeron a la gente. El progreso es necesario pero hay muchas formas de enfocarlo, y en los países tercermundistas se hace a lo bruto. Es muy posible que hoy las comisiones de medio ambiente impidieran la construcción del de Riaño. Mucha gente no sabe que ese pantano fue la contraprestación que Iberdrola exigió al Gobierno de Felipe González a cambio de cerrar la central nuclear de Lemóniz cuando ETA mató al ingeniero Ryan y la cosa se puso muy grave.
P. ¿Por qué?
R. Riaño está en la cabecera del Esla, que es el río más caudaloso de la cuenca del Duero, es decir, el más caudaloso de España de los que no desembocan en el mar. No iban a regar el sur de la provincia de León, Valladolid y Palencia, que algo debe regar, el objetivo era garantizar el caudal para todas las presas que hay a lo largo del Duero, que son las que producen energía eléctrica. Se manipuló a la gente. Los más defraudados por Riaño eran los que más a favor habían estado: los presuntos regantes. Veinte años después no regaban.
P. Usted ha escrito que la actitud del PSOE entonces fue su desengaño político.
R. Es que coincidieron dos cosas en ese tiempo y, por cierto, en las dos estaba Benet, que fue uno de los que más apoyaron el sí en el referéndum de la OTAN. Riaño me dio la oportunidad de decir lo que no había dicho cuando sepultaron Vegamián porque era un niño. Eso y la vida, que te va enseñando que es mentira dividir el mundo entre buenos (los míos) y malos (los otros).
P. ¿Pasa lo mismo entre la ciudad y el campo? Su novela habla también de la desaparición del mundo rural.
R. Para mí cualquier tiempo pasado fue peor. No hay que idealizar ni el mundo rural ni el urbano. Aparte de que ahora no hay distinción entre uno y otro. Los medios de comunicación lo han homogeneizado todo. Vas a un instituto a Plasencia y a otro a Madrid y no sabrías dónde estás si te cierran los ojos antes de llegar: visten igual y dicen las mismas cosas. Mi opinión al respecto es la suma de todas las voces de esta novela. Los escritores somos muy vanidosos y solemos poner nuestros rasgos al protagonista, pero es mentira, lo que refleja la verdadera personalidad del autor es la suma de los secundarios.
P. En la edición del 25º aniversario de La lluvia amarilla se sorprendía del éxito de la novela porque pensaba que el tema y el estilo eran anacrónicos. ¿Su estilo es anacrónico?
R. No es que lo crea, es que lo era para el gusto dominante. Luna de lobos salió en el año 1985, en plena movida, cuando hablar de la Guerra Civil era de mal gusto.
P. ¿Es verdad que mandó el original a una dirección equivocada?
R. ¡Y no tenía copia! Es que era un desastre. Tampoco es que ahora sea muy ordenado, pero… Entonces ser joven no era un plus como ahora, era un handicap. Con menos de 40 era difícil publicar novela. Seix Barral me gustaba y, aunque no conocía a nadie, actué con picardía porque entre las pocas cartas que había recibido comentando mis libros de poemas había una de Gimferrer. Miré la dirección en un ejemplar de Confieso que he vivido, las memorias de Neruda, y la mandé a la calle del Tambor del Bruc, todavía me acuerdo. La editorial estaba ya en otra calle y el cartero la llevó allí. Mi padrino literario fue el servicio de Correos.
P. Pese al gusto dominante, tuvo sus lectores. Y tres años después La lluvia amarilla fue un gran éxito.
R. Lo que he descubierto es que hay dos países. Uno es el que aparece en los medios y otro el real. Ese es el que se identificó con La lluvia amarilla, que no es que fuera anacrónica, es que estaba fuera de lugar en la España oficial de entonces. Tú leías los periódicos y las novelas tenían que hablar de ciudades y detectives. Todos éramos muy modernos, queríamos ser un bote de Colón y salir anunciados en la televisión.
P. Y venía usted con sus historias de pueblo.
R. Me cayó el sambenito de escritor rural. Incluso sobre El cielo de Madrid Rafael Conte dijo que era una novela rural aunque pasaba en Madrid. Joder, ya puedes situar una novela en Marte, que no te sacan de la casilla.
P. También dijeron que era el campeón de la literatura ecológica.
R. Yo soy lo más contrario a la visión romántica de la ecología, aunque tampoco estoy en el otro lado. Tenía razón Einstein: es más fácil desintegrar un átomo que una idea preconcebida. Los libros te emocionan o no te emocionan. Como me dijo una vez un lector, es como meter los dedos en un enchufe: hay libros que dan calambre y libros que no. Yo siempre me he sentido fuera de lugar, no lo digo con prepotencia, todo lo contrario. Lo que me ha ayudado es el eco que los libros han tenido en la vida real.
P.La lluvia amarilla fue un fenómeno. La gente bautizaba a sus hijas con el nombre del pueblo, Ainielle, viajaban a visitarlo…
R. Toqué una fibra que estaba lejos de saber que tocaba. Es el monólogo de 200 páginas, o las que tenga, de un hombre que se muere. No parece lo más comercial. Algunos la tomaron por algo que no es: la Biblia de la desaparición de un mundo. A veces más que halagarme me sobrecoge saber que hay gente que va andando al lugar, que duerme allí, he recibido cartas de lectores a los que se les apareció el personaje… Si lo llego a saber la hubiera situado en un pueblo más cerca de la carretera para que no tuvieran que subir 12 kilómetros. La gente ve en los libros cosas que uno no ha puesto.
P. Lo que sí ha puesto son padres. Sus novelas están llenas. Incluso esta última: el muerto es el protagonista. ¿Lo había pensado?
R. Lo estoy pensando ahora que me lo dices. Es verdad. Padres callados, duros, bondadosos pero que no quieren parecerlo. Tal vez los libros, en lugar de los críticos, deberían analizarlos los psicoanalistas.
P. ¿Se llevaba bien con su padre?
R. Sí. Dentro de lo que uno se lleva bien con su padre. Yo es que creo que todas las relaciones son complicadas: con los padres, las madres, la pareja, los amigos…
P. ¿Leyó sus libros?
R. Murió en 1996. Sí, leyó varios. La imagen de mi padre, más que en mis libros la he visto reflejada en una de las novelas que más me han impresionado siempre, Muerte de un apicultor, de Lars Gustafsson.
P. ¿Su madre los leyó?
R. Alguna. Cuando acabó La lluvia amarilla me dijo: “Está bien, está bien, pero ¿por qué escribes cosas tan tristes?”. Como diciendo. “Si tampoco has llevado una vida tan…”.
P. ¿Y qué respondía usted?
R. Que no era mi vida sino la del personaje. Es que yo no sé por qué escribo. Para consolarme de la vida, supongo. La literatura es un consuelo. Leerla y escribirla. Lobo Antunes dice que la imaginación no es más que la memoria fermentada, y estoy muy de acuerdo. Escribo sobre mi memoria, la de mi familia y la colectiva. Por eso soy tan raro y por eso soy tan normal.
P. Para algunos de sus personajes la memoria es destructiva; para otros, fundamental. Uno de ellos, Alex, reivindica algo que se parece mucho a la memoria histórica. ¿Comparte su opinión?
R. Saber que España es después de Camboya el país con más muertos en las cunetas debería hacernos pensar. Memoria histórica es una redundancia. La memoria histórica de un país es su literatura, y su arte. Se ha reducido a la Guerra Civil, pero memoria histórica también son los pantanos, la expulsión de los judíos… Estar en contra de la memoria es como estar en contra de pensar o de soñar. Te pueden obligar a todo menos a no recordar, o a recordar. La vida se resume en una lucha entre memoria y olvido, y el trabajo de los escritores es recuperar todo lo que puedas del peso del olvido.
以下は同じく El País 紙で、2013年4月のものです。
Julio Llamazares: “Las novelas son vidas que no vivimos y que pudimos vivir”
La obra de Julio Llamazares (León, 1955) es un gran diccionario de la soledad. Partió de la poesía —La lentitud de los bueyes (1979), Memoria de la nieve (1982)— alcanzó su punto culminante hace 25 años con una novela (La lluvia amarilla), y desemboca ahora en una narración conmovedora que viene de esos mundos solitarios y espectrales en los que el hombre es a la vez una estrella y su sombra.
El libro que ahora presenta Llamazares se da la mano con La lluvia amarilla. Es Las lágrimas de San Lorenzo (Alfaguara). Seix Barral publicará ahora una nueva edición conmemorativa de aquella La lluvia amarilla, acompañada de un documental realizado por Eduardo de la Cruz en los escenarios por los que se mueve este libro central del escritor.
Otra vez la soledad. Un hombre solo, con su hijo, contemplan el cielo, son mirados por el tiempo. “La soledad y el tiempo. Seguramente porque esos dos elementos son los que mueven mi vida y la vida de todos. Para mí escribir es aquello que decía Pessoa: mi manera de estar solo, y una lucha contra el tiempo. Por eso el ejercicio de escribir es tan contradictorio: te exige soledad cuando tú lo que quieres es escapar de ella, puesto que escribes para comunicarte, y te requiere tiempo cuando tú lo que quieres es luchar contra el tiempo. En esa contradicción transcurre mi vida”.
En La lluvia amarilla es un pueblo el que se queda solo como ante un espejo devastado. Aquí es un hombre, pero va con un niño. Hay, en ambos casos, como la búsqueda del antepasado. Dice Llamazares: “La vida se repite desde el principio mismo de la humanidad. Aunque pensemos que hemos cambiado mucho no es tanto en el fondo y de eso nos damos cuenta cuando pasa el tiempo, como le ocurrió a la generación anterior y le ocurrirá a la que nos suceda… La novela está llena de frases de otros escritores. Un escritor no es más que una gota de agua en el río de la literatura por muy importantes que se crean algunos y, por tanto, somos herederos de todos los que han escrito antes que nosotros. Por eso el protagonista de esta novela, un profesor de universidad que se ha pasado leyendo poemas y textos de diferentes autores a sus alumnos, los recuerda mientras mira las estrellas. Uno de ellos, de La Iliada, se repite hasta adquirir la condición de eco: ‘Como la generación de las hojas, así la de los hombres…’. Yo la había leído de joven y me la volví a encontrar encabezando una antología de un poeta que aprecio, José Antonio Llamas, del que también incluyo una cita al comienzo de mi novela: ‘¡Dichosa edad en la que vuelan las estrellas!’. Hay poetas que lo resumen todo con un verso”.
En su novela, cuenta Llamazares, “el padre refleja en el hijo sus recuerdos y temores y el hijo en el padre sus ilusiones. Así sucede en la vida en todo momento y más en noches como la de la novela, la noche de San Lorenzo, en agosto, cuando la lluvia de estrellas es contemplada por millones de padres en el mundo que repiten a sus hijos lo mismo que a ellos les dijeron sus padres o sus abuelos y que sus hijos dirán a los suyos pasado el tiempo”.
Todos sus libros tienen el aire poético de una autobiografía. ¿Esa es el alma de su literatura? “La memoria, no los acontecimientos. Las novelas son autobiográficas porque reflejan el alma del escritor, no porque estén contando su vida. Luna de lobos (1985), por ejemplo, que habla de los huidos de la posguerra, es autobiográfica, aunque yo no viví ese tiempo; lo es porque refleja mi personalidad. Y con La lluvia amarilla ocurre lo mismo, pese a que nunca haya vivido en una aldea remota del Pirineo ni sea un viejo loco... por lo menos de momento”.
La lluvia amarilla parece la madre de sus libros. “Puede ser, pero para mí la madre de toda mi literatura es mi primer libro de poemas y en concreto el primer poema, ese que dice: ‘Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora. Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve’. Ahí está todo lo que yo pienso. Por eso soy un escritor tan previsible. Siempre estoy escribiendo el mismo libro, aunque con matices. La esencia de lo que escribo es mi perplejidad ante el mundo y ante la realidad. Y sobre todo, ese sentimiento que siempre me ha acompañado, desde que tengo uso de razón, que es el sentimiento de extranjería”.
Existe una novela que explica qué es un escritor: El extranjero, de Camus. “Hay mucha gente que escribe, pero hay pocos escritores. Para mí, el escritor es aquel que escribe por necesidad, no por oficio o capricho. El escritor es aquel que seguirá escribiendo, como hizo Kafka, aunque no le publiquen. Por eso es un extranjero, no en su país ni en otros países, sino un extranjero en la realidad. Y ahí me he sentido yo siempre”. Extranjero y perplejo. “No acabo de entender lo que sucede, cada vez lo entiendo menos y tengo más dudas, cada vez siento más perplejidad ante lo que me rodea y por eso escribo. Más que un sentimiento de soledad es un sentimiento de extranjería o extrañeza el que me lleva a escribir”.
Es inevitable buscar paralelismos entre Las lágrimas de San Lorenzo y La lluvia amarilla. “Pero se trata de dos novelas muy diferentes. Es verdad que hay una presencia en el cielo en todas mis novelas, un mismo estilo y una parecida prosa, un mismo gusto por la evocación poética, pero los argumentos de ambas novelas son muy distintos, así como su estructura”.
En ambas cuenta “la vida que no viví”, pero es cierto que “escribiendo se viven muchas más vidas de las que te corresponden. Porque las novelas son vidas que pudimos vivir y no vivimos”. “Escribir”, dice, “es buscar la música de las palabras. La literatura es música, es solo el relato puro, es la música de las palabras, que hace que esto se transforme en una emoción. Eso es lo que más tiempo me lleva conseguir. Por eso soy tan lento escribiendo”. Hace años a Julio Llamazares se le veía por las plazas, por las riberas, por los pueblos solitarios, con su perra Bruna, solo, mirando. Ahora va con su hijo Julio, como el profesor que enseña las estrellas.