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Misterios de Lisboa ミステリーズ 運命のリスボン Mistérios de Lisboa (Mystères de Lisbonne)
公開
2010年9月12日(トロント)
2012年10月13日
Siglo XIX. A través de un viaje de Portugal a Francia, Italia e incluso Brasil, asistimos a una vorágine de aventuras y fugas, coincidencias y revelaciones, romances, pasiones violentas y venganzas. En Lisboa, una ciudad llena de intrigas e identidades falsas, varios personajes están vinculados de una u otra manera al destino de Pedro da Silva, un huérfano que vive en un internado: el padre Dinis, un descendiente de aristócratas libertinos, que se convierte en héroe defensor de la justicia, una condesa enloquecida por los celos y sedienta de venganza, un próspero hombre de negocios que hizo fortuna como pirata sanguinario... Todos estos personajes tienen un interés común: averiguar la verdadera identidad de Pedro da Silva.
Miniserie de TV (2010). 6 episodios. Nos sumerge en una vorágine de
aventuras y escapadas, coincidencias y revelaciones, sentimientos y
pasiones violentas, venganzas que se desarrollan en Portugal, Francia,
Italia, y Brasil. En Lisboa nos encontramos con una serie de personajes,
todos ellos relacionados de alguna manera con el destino de Pedro da
Silva, un huérfano que vive en un internado: el padre Dinis,
descendiente de libertinos aristocráticos, que se convierte en un héroe
defensor de la justicia; una condesa enloquecida por los celos y
sedienta de venganza; un próspero hombre de negocios que hizo fortuna
como pirata sanguinario. Todos tienen algo que ver con la identidad de
Pedro da Silva.
Antonia Bronchalo Lopesino (Sayatón, Guadalajara, 6 de marzo de 1917 - Madrid, 13 de septiembre de 1959), más conocida como Lupe Sino, fue una actriz de cine española.
Lupe permaneció en Madrid y tras la guerra conoció al torero Manolete en el bar madrileño Chicote y mantuvieron una relación sentimental hasta la muerte del torero en 1947 en la plaza de toros de Linares a causa de una profunda cornada. La relación de Lupe con la madre del torero, Angustias Sánchez, empeoró con el paso del tiempo ya que esta última consideraba que Sino era la causa del deterioro físico y decadencia de Manolete. Es por esto que el 29 de agosto de 1947, el día que el torero falleció de una hemorragia, la madre y el albacea del torero no permitieron que Lupe viese al torero.
Después de la muerte de Manolete, su carrera como actriz decayó y decidió marchar a México. Allí se casó con un abogado, José Rodríguez Aguado, más conocido como el "Chipiro Rodríguez". Este matrimonio duró un año, se divorció, y volvió a España.
El 13 de septiembre de 1959 murió de un derrame cerebral en su casa de Madrid, situada en el paseo Pintor Rosales.
☟Monolete (2008) では ペネロペ・クルス が Lupe Sino を演じた。
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Soy tu chica...
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pero no soy un
canario en una jaula.
Hoy viernes 13 de septiembre de 2024 (18:00 España) Castilla la Mancha Media. Toros desde Albacete. Feria de la Virgen de Los Llanos. Toros de «La Quinta» para Miguel Ángel Perera, Emilio de Justo y Fernando Adrián. (ACCEDE AQUÍ PARA VER EL FESTEJO EN DIRECTO)
本日9月13日刊予定(¿2024/9/18に延期?)
ベルトルト・ブレヒト『セツアンの善人/三文オペラ』
架空の都市セツアンを舞台に、貧困と不正義に満ちた社会で善良であり続けることの難しさを描いた寓意劇『セツアンの善人』と、女王陛下の戴冠式を目前にしたロンドンを舞台に、ギャングと乞食と売春婦たちが繰り広げるドタバタ音楽劇『三文オペラ』を収録。『三文オペラ』は、初演当時の空気を色濃く残す1928年初版からの翻訳。酒寄進一訳(東宣出版)
ブレヒトは,「われわれはシェイクスピアを変えられる。もしわれわれがシェイクスピアを変えられるなら」と言った。この挑発的な文章は,「もし」以下にたいへんな含みがある。シェイクスピアを変えられると言い切れる人は,変えられるだけの確固とした立場をもっていなければならないのだ。ブレヒトから学ぶべき態度はブレヒトを変えられると言い切れるようになることなのである。しかし私たちにはブレヒトを超えるまで知ることがすでに途方もない課題のように思われる。
◇目次
はじめに――ブレヒトとわたし
Iブレヒトの旅立ち
ドイツとブレヒト
既成演劇への挑戦
ファシズム前夜
II戦火のヨーロッパ
デンマークの藁屋根の下で
靴底のように国を変えながら
IIIイージー-ゴーイングの国で
アメリカのドイツ人
IV実践の途上で
帰郷と再建
あとがき
年譜
参考文献
さくいん
Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
El verano feliz de la señora Forbes
Doce cuentos peregrinos (1992)
Por la tarde,
de regreso a casa, encontramos una enorme serpiente de mar clavada por
el cuello en el marco de la puerta, y era negra y fosforescente y
parecía un maleficio de gitanos, con los ojos todavía vivos y los
dientes de serrucho en las mandíbulas despernancadas. Yo andaba entonces
por los nueve años, y sentí un terror tan intenso ante aquella
aparición de delirio, que se me cerró la voz. Pero mi hermano, que era
dos años menor que yo, soltó los tanques de oxígeno, las máscaras y las
aletas de nadar y salió huyendo con un grito de espanto. La señora
Forbes lo oyó desde la tortuosa escalera de piedras que trepaba por los
arrecifes desde el embarcadero hasta la casa, y nos alcanzó, acezante y
lívida, pero le bastó con ver al animal crucificado en la puerta para
comprender la causa de nuestro horror. Ella solía decir que cuando dos
niños están juntos ambos son culpables de lo que cada uno hace por
separado, de modo que nos reprendió a ambos por los gritos de mi
hermano, y nos siguió recriminando nuestra falta de dominio. Habló en
alemán, y no en inglés, como lo establecía su contrato de institutriz,
tal vez porque también ella estaba asustada y se resistía a admitirlo.
Pero tan pronto como recobró el aliento volvió a su inglés pedregoso y a
su obsesión pedagógica.
—Es una murena helena —nos dijo—, así llamada porque fue un animal sagrado para los griegos antiguos.
Oreste, el muchacho nativo que nos enseñaba a nadar en aguas profundas,
apareció de pronto detrás de los arbustos de alcaparras. Llevaba la
máscara de buzo en la frente, un pantalón de baño minúsculo y un
cinturón de cuero con seis cuchillos, de formas y tamaños distintos,
pues no concebía otra manera de cazar debajo del agua que peleando
cuerpo a cuerpo con los animales. Tenía unos veinte años, pasaba más
tiempo en los fondos marinos que en la tierra firme y él mismo parecía
un animal de mar con el cuerpo siempre embadurnado de grasa de motor.
Cuando lo vio por primera vez, la señora Forbes había dicho a mis padres
que era imposible concebir un ser humano más hermoso. Sin embargo, su
belleza no lo ponía a salvo del rigor: también él tuvo que soportar una
reprimenda en italiano por haber colgado la murena en la puerta, sin
otra explicación posible que la de asustar a los niños. Luego, la señora
Forbes ordenó que la desclavara con el respeto debido a una criatura
mítica y nos mandó a vestirnos para la cena.
Lo hicimos de inmediato y tratando de no cometer un solo error, porque
al cabo de dos semanas bajo el régimen de la señora Forbes habíamos
aprendido que nada era más difícil que vivir. Mientras nos duchábamos en
el baño en penumbra, me di cuenta de que mi hermano seguía pensando en
la murena. «Tenía ojos de gente», me dijo. Yo estaba de acuerdo, pero le
hice creer lo contrario, y conseguí cambiar de tema hasta que terminé
de bañarme. Pero cuando salí de la ducha me pidió que me quedara para
acompañarlo.
—Todavía es de día —le dije.
Abrí las cortinas. Era pleno agosto, y a través de la ventana se veía la
ardiente llanura lunar hasta el otro lado de la isla, y el sol parado
en el cielo.
—No es por eso —dijo mi hermano—. Es que tengo miedo de tener miedo.
Sin embargo, cuando llegamos a la mesa parecía tranquilo, y había hecho
las cosas con tanto esmero que mereció una felicitación especial de la
señora Forbes, y dos puntos más en su buena cuenta de la semana. A mí,
en cambio, me descontó dos puntos de los cinco que ya tenía ganados,
porque a última hora me dejé arrastrar por la prisa y llegué al comedor
con la respiración alterada. Cada cincuenta puntos nos daban derecho a
una doble ración de postre, pero ninguno de los dos había logrado pasar
de los quince puntos. Era una lástima, de veras, porque nunca volvimos a
encontrar unos budines más deliciosos que los de la señora Forbes.
Antes de empezar la cena rezábamos de pie frente a los platos vacíos. La
señora Forbes no era católica, pero su contrato estipulaba que nos
hiciera rezar seis veces al día, y había aprendido nuestras oraciones
para cumplirlo. Luego nos sentábamos los tres, reprimiendo la
respiración mientras ella comprobaba hasta el detalle más ínfimo de
nuestra conducta, y sólo cuando todo parecía perfecto hacía sonar la
campanita.
Entonces entraba Fulvia Flamínea, la cocinera, con la eterna sopa de fideos de aquel verano aborrecible.
Al principio, cuando estábamos solos con nuestros padres, la comida era
una fiesta. Fulvia Flamínea nos servía cacareando en torno a la mesa,
con una vocación de desorden que alegraba la vida, y al final se sentaba
con nosotros y terminaba comiendo un poco de los platos de todos. Pero
desde que la señora Forbes se hizo cargo de nuestro destino nos servía
en un silencio tan oscuro, que podíamos oír el borboriteo de la sopa
hirviendo en la marmita. Cenábamos con la espina dorsal apoyada en el
espaldar de la silla, masticando diez veces con un carrillo y diez veces
con el otro, sin apartar la vista de la férrea y lánguida mujer otoñal,
que recitaba de memoria una lección de urbanidad. Era igual que la misa
del domingo, pero sin el consuelo de la gente cantando.
El día en que encontramos la murena colgada en la puerta, la señora
Forbes nos habló de los deberes para con la patria. Fulvia Flamínea,
casi flotando en el aire enrarecido por la voz, nos sirvió después de la
sopa un filete al carbón de una carne nevada con un olor exquisito. A
mí, que desde entonces prefería el pescado a cualquier otra cosa de
comer de la tierra o del cielo, aquel recuerdo de nuestra casa de
Guacamayal me alivió el corazón. Pero mi hermano rechazó el plato sin
probarlo.
—No me gusta —dijo.—. La señora Forbes interrumpió la lección.
—No puedes saberlo —le dijo—, ni siquiera lo has probado.
Dirigió a la cocinera una mirada de alerta, pero ya era demasiado tarde.
—La murena es el pescado más fino del mundo, figlio mío —le dijo Fulvia Flamínea—. Pruébalo y verás.
La señora Forbes no se alteró. Nos contó, con su método inclemente, que
la murena era un manjar de reyes en la antigüedad, y que los guerreros
se disputaban su hiel porque infundía un coraje sobrenatural. Luego nos
repitió, como tantas veces en tan poco tiempo, que el buen gusto no es
una facultad congénita, pero que tampoco se enseña a ninguna edad, sino
que se impone desde la infancia. De manera que no había ninguna razón
válida para no comer. Yo, que había probado la murena antes de saber lo
que era, me quedé para siempre con la contradicción: tenía un sabor
terso, aunque un poco melancólico, pero la imagen de la serpiente
clavada en el dintel era más apremiante que mi apetito. Mi hermano hizo
un esfuerzo supremo con el primer bocado, pero no pudo soportarlo:
vomitó.
—Vas al baño —le dijo la señora Forbes sin alterarse—, te lavas bien y vuelves a comer.
Sentí una gran angustia por él, pues sabía cuánto le costaba atravesar
la casa entera con las primeras sombras y permanecer solo en el baño el
tiempo necesario para lavarse. Pero volvió muy pronto, con otra camisa
limpia, pálido y apenas sacudido por un temblor recóndito, y resistió
muy bien el examen severo de su limpieza. Entonces la señora Forbes
trinchó un pedazo de la murena, y dio la orden de seguir. Yo pasé un
segundo bocado a duras penas. Mi hermano, en cambio, ni siquiera cogió
los cubiertos.
—No lo voy a comer —dijo. Su determinación era tan evidente, que la señora Forbes la esquivó.
—Está bien —dijo—, pero no comerás postre.
El alivio de mi hermano me infundió su valor. Crucé los cubiertos sobre
el plato, tal cómo la señora Forbes nos enseñó que debía hacerse al
terminar, y dije:
—Yo tampoco comeré postre.
—Ni verán la televisión —replicó ella.
—Ni veremos la televisión —dije.
La señora Forbes puso la servilleta sobre la mesa, y los tres nos
levantamos para rezar. Luego nos mandó al dormitorio, con la advertencia
de que debíamos dormirnos en el mismo tiempo que ella necesitaba para
acabar de comer. Todos nuestros puntos buenos quedaron anulados, y sólo a
partir de veinte volveríamos a disfrutar de sus pasteles de crema, sus
tartas de vainilla, sus exquisitos bizcochos de ciruelas, como no
habíamos de conocer otros en el resto de nuestras vidas.
Tarde o temprano teníamos que llegar a esa ruptura. Durante un año
entero habíamos esperado con ansiedad aquel verano libre en la isla de
Pantelana, en el extremo meridional de Sicilia, y lo había sido en
realidad durante el primer mes, en que nuestros padres estuvieron con
nosotros. Todavía recuerdo como un sueño la llanura solar de rocas
volcánicas, el mar eterno, la casa pintada de cal viva hasta los
sardineles, desde cuyas ventanas se veían en las noches sin viento las
aspas luminosas de los faros de África. Explorando con mi padre los
fondos dormidos alrededor de la isla habíamos descubierto una ristra de
torpedos amarillos, encallados desde la última guerra; habíamos
rescatado un ánfora griega de casi un metro de altura, con guirnaldas
petrificadas, en cuyo fondo yacían los rescoldos de un vino inmemorial y
venenoso, y nos habíamos bañado en un remanso humeante, cuyas aguas
eran tan densas que casi se podía caminar sobre ellas. Pero la
revelación más deslumbrante para nosotros había sido Fulvia Flamínea.
Parecía un obispo feliz, y siempre andaba con una ronda de gatos
soñolientos que le estorbaban para caminar, pero ella decía que no los
soportaba por amor, sino para impedir que se la comieran las ratas. De
noche, mientras nuestros padres veían en la televisión los programas
para adultos, Fulvia Flamínea nos llevaba con ella a su casa, a menos de
cien metros de la nuestra, y nos enseñaba a distinguir las algarabías
remotas, las canciones, las ráfagas de llanto de los vientos de Túnez.
Su marido era un nombre demasiado joven para ella, que trabajaba durante
el verano en los hoteles de turismo, al otro extremo de la isla, y sólo
volvía a casa para dormir. Oreste vivía con sus padres un poco más
lejos, y aparecía siempre por la noche con ristras de pescados y
canastas de langostas acabadas de pescar, y las colgaba en la cocina
para que el marido de Fulvia Flamínea las vendiera al día siguiente en
los hoteles. Después se ponía otra vez la linterna de buzo en la frente y
nos llevaba a cazar las ratas de monte, grandes como conejos, que
acechaban los residuos de las cocinas. A veces volvíamos a casa cuando
nuestros padres se habían acostado, y apenas si podíamos dormir con el
estruendo de las ratas disputándose las sobras en los patios. Pero aun
aquel estorbo era un ingrediente mágico de nuestro verano feliz.
La decisión de contratar una institutriz alemana sólo podía ocurrírsele a
mi padre, que era un escritor del Caribe con más ínfulas que talento.
Deslumbrado por las cenizas de las glorias de Europa, siempre pareció
demasiado ansioso por hacerse perdonar su origen, tanto en los libros
como en la vida real, y se había impuesto la fantasía de que no quedara
en sus hijos ningún vestigio de su propio pasado. Mi madre siguió siendo
siempre tan humilde como lo había sido de maestra errante en la alta
Guajira, y nunca se imaginó que su marido pudiera concebir una idea que
no fuera providencial. De modo que ninguno de los dos debió preguntarse
con el corazón cómo iba a ser nuestra vida con una sargenta de Dortmund,
empeñada en inculcarnos a la fuerza los hábitos más rancios de la
sociedad europea, mientras ellos participaban con cuarenta escritores de
moda en un crucero cultural de cinco semanas por las islas del mar
Egeo.
La señora Forbes llegó el último sábado de julio en el barquito regular
de Palermo, y desde que la vimos por primera vez nos dimos cuenta de que
la fiesta había terminado. Llegó con unas botas de miliciano y un
vestido de solapas cruzadas en aquel calor meridional, y con el pelo
cortado como el de un hombre bajo el sombrero de fieltro. Olía a orines
de mico. «Así huelen todos los europeos, sobre todo en verano», nos dijo
mi padre. «Es el olor de la civilización». Pero, a despecho de su
atuendo marcial, la señora Forbes era una criatura escuálida, que tal
vez nos habría suscitado una cierta compasión si hubiéramos sido mayores
o si ella hubiera tenido algún vestigio de ternura. El mundo se volvió
distinto. Las seis horas de mar, que desde el principio del verano
habían sido un continuo ejercicio de imaginación, se convirtieron en una
sola hora igual, muchas veces repetida. Cuando estábamos con nuestros
padres disponíamos de todo el tiempo para nadar con Oreste, asombrados
del arte y la audacia con que se enfrentaba a los pulpos en su propio
ámbito turbio de tinta y de sangre, sin más armas que sus cuchillos de
pelea. Después siguió llegando a las once en el botecito de motor fuera
borda, como lo hacía siempre, pero la señora Forbes no le permitía
quedarse con nosotros ni un minuto más del indispensable para la clase
de natación submarina. Nos prohibió volver de noche a la casa de Fulvia
Flamínea, porque lo consideraba como una familiaridad excesiva con la
servidumbre, y tuvimos que dedicar a la lectura analítica de Shakespeare
el tiempo de que antes disfrutábamos cazando ratas. Acostumbrados a
robar mangos en los patios y a matar perros a ladrillazos en las calles
ardientes de Guacamayal, Para nosotros era imposible concebir un
tormento cruel que aquella vida de príncipes.
Sin embargo, muy pronto nos dimos cuenta de que la señora Forbes no era
tan estricta consigo misma como lo era con nosotros, y esa fue la
primera grieta de su autoridad. Al principio se quedaba en la playa bajo
el parasol de colores, vestida de guerra, leyendo baladas de Schiller
mientras Oreste nos enseñaba a bucear, y luego nos daba clases teóricas
de buen comportamiento en sociedad, horas tras horas, hasta la pausa del
almuerzo.
Un día pidió a Oreste que la llevara en el botecito de motor a las
tiendas de turistas de los hoteles, y regresó con un vestido de baño
enterizo, negro y tornasolado, como un pellejo de foca, pero nunca se
metió en el agua. Se asoleaba en la playa mientras nosotros nadábamos, y
se secaba el sudor con la toalla, sin pasar por la regadera, de modo
que a los tres días parecía una langosta en carne viva y el olor de su
civilización se había vuelto irrespirable.
Sus noches eran de desahogo. Desde el principio de su mandato sentíamos
que alguien caminaba por la oscuridad de la casa, braceando en la
oscuridad, y mi hermano llegó a inquietarse con la idea de que fueran
los ahogados errantes de que tanto nos había hablado Fulvia Flamínea.
Muy pronto descubrimos que era la señora Forbes, que se pasaba la noche
viviendo la vida real de mujer solitaria que ella misma se hubiera
reprobado durante el día. Una madrugada la sorprendimos en la cocina,
con el camisón de dormir de colegiala, preparando sus postres
espléndidos, con todo el cuerpo embadurnado de harina hasta la cara y
tomándose un vaso de oporto con un desorden mental que habría causado el
escándalo de la otra señora Forbes. Ya para entonces sabíamos que
después de acostarnos no se iba a su dormitorio, sino que bajaba a nadar
a escondidas, o se quedaba hasta muy tarde en la sala, viendo sin
sonido en la televisión las películas prohibidas para menores, mientras
comía tartas enteras y se bebía hasta una botella del vino especial que
mi padre guardaba con tanto celo para las ocasiones memorables. Contra
sus propias prédicas de austeridad y compostura, se atragantaba sin
sosiego, con una especie de pasión desmandada.
Después la oíamos hablando sola en su cuarto, la oíamos recitando en su
alemán melodioso fragmentos completos de Die Jungfrau von Orleans, la
oíamos cantar, la oíamos sollozando en la cama hasta el amanecer, y
luego aparecía en el desayuno con los ojos hinchados de lágrimas, cada
vez más lúgubre y autoritaria. Ni mi hermano ni yo volvimos a ser tan
desdichados como entonces, pero yo estaba dispuesto a soportarla hasta
el final, pues sabía que de todos modos su razón había de prevalecer
contra la nuestra. Mi hermano, en cambio, se le enfrentó con todo el
ímpetu de su carácter, y el verano feliz se nos volvió infernal. El
episodio de la murena fue el último límite. Aquella misma noche,
mientras oíamos desde la cama el trajín incesante de la señora Forbes en
la casa dormida, mi hermano soltó de golpe toda la carga del rencor que
se le estaba pudriendo en el alma.
—La voy a matar —dijo.
Me sorprendió, no tanto por su decisión, como por la casualidad de que
yo estuviera pensando lo mismo desde la cena. No obstante, traté de
disuadirlo.
—Te cortarán la cabeza —le dije.
—En Sicilia no hay guillotina —dijo él—. Además, nadie va a saber quién fue.
Pensaba en el ánfora rescatada de las aguas, donde estaba todavía el
sedimento del vino mortal. Mi padre lo guardaba porque quería hacerlo
someter a un análisis más profundo para averiguar la naturaleza de su
veneno, pues no podía ser el resultado del simple transcurso del tiempo.
Usarlo contra la señora Forbes era algo tan fácil, que nadie iba a
pensar que no fuera accidente o suicidio. De modo que al amanecer,
cuando la sentimos caer extenuada por la fragorosa vigilia, echamos vino
del ánfora en la botella del vino especial de mi padre. Según habíamos
oído decir, aquella dosis era bastante para matar un caballo.
El desayuno lo tomábamos en la cocina a las nueve en punto, servido por
la propia señora Forbes con los panecillos de dulce que Fulvia Flamínea
dejaba muy temprano sobre la hornilla. Dos días después de la
sustitución del vino, mientras desayunábamos, mi hermano me hizo caer en
la cuenta con una mirada de desencanto que la botella envenenada estaba
intacta en el aparador. Eso fue un viernes, y la botella siguió intacta
durante el fin de semana. Pero la noche del martes, la señora Forbes se
bebió la mitad mientras veía las películas libertinas de la televisión.
Sin embargo, llegó tan puntual como siempre al desayuno del miércoles.
Tenía su cara habitual de mala noche, y los ojos estaban tan ansiosos
como siempre detrás de los vidrios macizos, y se le volvieron aún más
ansiosos cuando encontró en la canasta de los panecillos una carta con
sellos de Alemania. La leyó mientras tomaba el café, como tantas veces
nos había dicho que no se debía hacer, y en el curso de la lectura le
pasaban por la cara las ráfagas de claridad que irradiaban las palabras
escritas. Luego arrancó las estampillas del sobre y las puso en la
canasta con los panecillos sobrantes para la colección del marido de
Fulvia Flamínea. A pesar de su mala experiencia inicial, aquel día nos
acompañó en la exploración de los fondos marinos, y estuvimos divagando
por un mar de aguas delgadas hasta que se nos empezó a agotar el aire de
los tanques y volvimos a casa sin tomar la lección de buenas
costumbres. La señora Forbes no sólo estuvo de un ánimo floral durante
todo el día, sino que a la hora de la cena parecía más viva que nunca.
Mi hermano, por su parte, no podía soportar el desaliento. Tan pronto
como recibimos la orden de empezar apartó el plato de sopa de fideos con
un gesto provocador.
—Estoy hasta los cojones de esta agua de lombrices —dijo.
Fue como si hubiera tirado en la mesa una granada de guerra. La señora
Forbes se puso pálida, sus labios se endurecieron hasta que empezó a
disiparse el humo de la explosión, y los vidrios de sus lentes se
empañaron de lágrimas. Luego se los quitó, los secó con la servilleta, y
antes de levantarse la puso sobre la mesa con la amargura de una
capitulación sin gloria.
—Hagan lo que les dé la gana —dijo—. Yo no existo.
Se encerró en su cuarto desde las siete. Pero antes de la media noche,
cuando ya nos suponía dormidos, la vimos pasar con el camisón de
colegiala y llevando para el dormitorio medio pastel de chocolate y la
botella con más de cuatro dedos del vino envenenado. Sentí un temblor de
lástima.
—Pobre señora Forbes —dije. Mi hermano no respiraba en paz.
—Pobres nosotros si no se muere esta noche —dijo.
Aquella madrugada volvió a hablar sola por un largo rato, declamó a
Schiller a grandes voces, inspirada por una locura frenética, y culminó
con un grito final que ocupó todo el ámbito de la casa. Luego suspiró
muchas veces hasta el fondo del alma y sucumbió con un silbido triste y
continuo como el de una barca a la deriva. Cuando despertamos, todavía
agotados por la tensión de la vigilia, el sol se metía a cuchilladas por
las persianas, pero la casa parecía sumergida en un estanque.
Entonces caímos en la cuenta de que iban a ser las diez y no habíamos
sido despertados por la rutina matinal de la señora Forbes. No oímos el
desagüe del retrete a las ocho, ni el grifo del lavabo, ni el ruido de
las persianas, ni las herraduras de las botas y los tres golpes mortales
en la puerta con la palma de su mano de negrero. Mi hermano puso la
oreja contra el muro, retuvo el aliento para percibir la mínima señal de
vida en el cuarto contiguo, y al final exhaló un suspiro de liberación.
—¡Ya está! —dijo—. Lo único que se oye es el mar.
Preparamos nuestro desayuno poco antes de las once, y luego bajamos a la
playa con dos cilindros para cada uno y otros dos de repuesto, antes de
que Fulvia Flamínea llegara con su ronda de gatos a hacer la limpieza
de la casa. Oreste estaba ya en el embarcadero destripando una dorada de
seis libras que acababa de cazar. Le dijimos que habíamos esperado a la
señora Forbes hasta las once, y en vista de que continuaba dormida
decidimos bajar solos al mar. Le contamos además que la noche anterior
había sufrido una crisis de llanto en la mesa, y tal vez había dormido
mal y prefirió quedarse en la cama. A Oreste no le interesó demasiado la
explicación, tal como nosotros lo esperábamos, y nos acompañó a
merodear poco más de una hora por los fondos marinos. Después nos indicó
que subiéramos a almorzar, y se fue en el botecito de motor a vender la
dorada en los hoteles de los turistas. Desde la escalera de piedra le
dijimos adiós con la mano, haciéndole creer que nos disponíamos a subir a
la casa, hasta que desapareció en la vuelta de los acantilados.
Entonces nos pusimos los tanques de oxígeno y seguimos nadando sin
permiso de nadie.
El día estaba nublado y había un clamor de truenos oscuros en el
horizonte, pero el mar era liso y diáfano y se bastaba de su propia luz.
Nadamos en la superficie hasta la línea del faro de Pantelaria,
doblamos luego unos cien metros a la derecha y nos sumergimos donde
calculábamos que habíamos visto los torpedos de guerra en el principio
del verano.
Allí estaban: eran seis, pintados de amarillo solar y con sus números de
serie intactos, y acostados en el fondo volcánico en un orden perfecto
que no podía ser casual. Luego seguimos girando alrededor del faro, en
busca de la ciudad sumergida de que tanto y con tanto asombro nos había
hablado Fulvia Flamínea, pero no pudimos encontrarla. Al cabo de dos
horas, convencidos de que no había nuevos misterios por descubrir,
salimos a la superficie con el último sorbo de oxígeno.
Se había precipitado una tormenta de verano mientras nadábamos, el mar
estaba revuelto, y una muchedumbre de pájaros carniceros revoloteaba con
chillidos feroces sobre el reguero de pescados moribundos en la playa.
Pero la luz de la tarde parecía acabada de hacer, y la vida era buena
sin la señora Forbes. Sin embargo, cuando acabamos de subir a duras
penas por la escalera de los acantilados, vimos mucha gente en la casa y
dos automóviles de la policía frente a la puerta, y entonces tuvimos
conciencia por primera vez de lo que habíamos hecho. Mi hermano se puso
trémulo y trató de regresar.
—Yo no entro—dijo.
Yo, en cambio, tuve la inspiración confusa de que con sólo ver el cadáver estaríamos a salvo de toda sospecha.
—Tate tranquilo—le dije—. Respira hondo, y piensa sólo una cosa: nosotros no sabemos nada.
Nadie nos puso atención. Dejamos los tanques, las máscaras y las aletas
en el portal, y entramos por la galería lateral, donde estaban dos
hombres fumando sentados en el suelo junto a una camilla de campaña.
Entonces nos dimos cuenta de que había una ambulancia en la puerta
posterior y varios militares armados de rifles.
En la sala, las mujeres del vecindario rezaban en dialecto sentadas en
las sil as que habían sido puestas contra la pared, y sus hombres
estaban amontonados en el patio hablando de cualquier cosa que no tenía
nada que ver con la muerte. Apreté con más fuerza la mano de mi hermano,
que estaba dura y helada, y entramos en la casa por la puerta
posterior. Nuestro dormitorio estaba abierto y en el mismo estado en que
lo dejamos por la mañana. En el de la señora Forbes, que era el
siguiente, había un carabinero armado controlando la entrada, pero la
puerta estaba abierta. Nos asomamos al interior con el corazón oprimido,
y apenas tuvimos tiempo de hacerlo cuando Fulvia Flamínea salió de la
cocina como una ráfaga y cerró la puerta con un grito de espanto:
—¡Por el amor de Dios, figlioli, no la vean!
Ya era tarde. Nunca, en el resto de nuestras vidas,
habíamos de olvidar lo que vimos en aquel instante fugaz. Dos hombres de
civil estaban midiendo la distancia de la cama a la pared con una cinta
métrica, mientras otro tomaba fotografías con una cámara de manta negra
como las de los fotógrafos de los parques. La señora Forbes no estaba
sobre la cama revuelta.
Estaba tirada de medio lado en el suelo, desnuda en un charco de sangre
seca que había teñido por completo el piso de la habitación, y tenía el
cuerpo cribado a puñaladas. Eran veintisiete heridas de muerte, y por la
cantidad y la sevicia se notaba que habían sido asestadas con la furia
de un amor sin sosiego, y que la señora Forbes las había recibido con la
misma pasión, sin gritar siquiera, sin llorar, recitando a Schiller con
su hermosa voz de soldado, consciente de que era el precio inexorable
de su verano feliz.
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Iberismo = ¿España + Portugal? イベリア
正統派、legitimate、auténtico
a conciencia
aliciente
Nunca es tarde para aprender ≒ You're never too old to learn
¿Ardes de curiosidad intelectual? 知的好奇心は燃え盛っていますか
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☝En este mundo (In This World) 6m23s
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☝826 Vanity Fair 2004
01:09:37,500 --> 01:09:39,400
Nada apagará su fuego.
Vivir por comleto su vida 満ち足りた人生 live one's life all the way up
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