Televisión Española fue testigo directo de la soledad del triunfo. Alejandro Talavante despachó seis toros ylevantó su propio Imperio en la tierra romana de Mérida. Sin necesidad de aliados en la única corrida televisada por
la cadena pública, edificó una tarde histórica en una ciudad patrimonio
de la Humanidad. No solo no tuvo compañeros de viaje tras la baja del
convaleciente Morante -que tuvo el detalle de arroparlo desde el callejón-, sino que se topó con enemigos dentro de su propio ejército.
En un festejo televisado por la generosidad del matador al ceder gratis sus derechos de imagen, las cuadrillas sembraron la guerra sucia exigiendo los suyos. Dieciocho mil euros tuvo que desembolsar el empresario, José María Garzón, sin cuyo compromiso (y dineros) el festejo no hubiese llegado a las pantallas.
Pese a una mala fecha en plena vuelta de vacaciones, España entera pudo admirar las glorias de Talavante,
el éxito de la Fiesta. Toda su artillería por delante, sin escatimar
nada desde el aperitivo a portagayola. El ovacionado brindis a Morante
dio paso a unos ayudados con hondura. Dentro de su buena movilidad,
manseaba el toro, al que cosió en derechazos, rematados con un pase de
pecho desde aquí hasta allá.
Reunido y barriendo la arena, trazó muletazos de mágica composición. Se
volcó tanto en el adiós, que la espada cayó contraria, tónica general
de la encerrona. Mientras la gente buscaba ya el pañuelo, un espontáneo
saltó al ruedo con el lema «anti cien por cien». La policía se lo llevó
detenido mientras los tendidos gritaban «¡sí a los toros!» y Alejandro paseaba la primera oreja de la potable corrida de Zalduendo.
Talavante, por bulerías
Otra más cortó al flojo y cortito segundo, con el que se
sintió a la verónica. La emoción brotó con intensidad en el tercero.
Torería en los muletazos por bajo del prólogo. Ritmo y compás en las
series diestras; brutal quietud
a izquierdas con un rival con transmisión. Las gargantas chispearon con
la penúltima ronda a derechas. Tan crecido estaba el matador, que se
recreó en una tanda genial, mientras su entonces aflamencada estética se
fundía con la bulería que él mismo se marcó. Se atracó en la suerte
suprema y la plaza se vistió de blanco para recompensarle con la doble
peluda.
Pero el toreo de cante grande arribó en el cuarto, con una calidad superior. Excepcional su temple ante «Taco»,
con una cara asaltillada y una embestida más mexicana que domecq.
Fabuloso el inicio, con cambios, firmas y trincherillas al ralentí.
Variada la obra maestra, tanto a babor como estribor. Qué manera de
ahondar y crear belleza. ¡Cuánto sentimiento! Clamor
en la plaza por la absoluta conjunción de la clase del torero y la del
toro, para el que comenzó a pedirse el indulto en un runrún de excesivo
triunfalismo. El presidente envió un aviso entre las protestas de la
masa enloquecida, pero Talavante quería perdonar la vida al zalduendo.
Objetivo cumplido: armó un tacazo, disfrutado por los espectadores de piedra y por los de sillón televisivo entre cierta división.
«Taco» era hermano de aquel con el que Ponce conquistó Linares, al igual que el hermoso sexto,dedicado a la juventud.
Talavante, que se había mostrado deseoso con el peor quinto, toreó con
primorosa despaciosidad, con pases de desmayo al último, en el que el
descabello le privó de sumar más galardones. No importó: ahí quedó su auténtica naturalidad a solas.
Cantando y a fuego lento, creó su Imperio ante las doce cámaras de TVE,
que acompañaron al torero por la puerta grande en la anochecida del
Guadiana.
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