今日、9月14日は Quevedo ケベードの生誕日なので、その代表作 El Buscón についてであります。
La vida del Buscón (o Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos; ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños) es una novela picaresca en castellano, escrita por Francisco de Quevedo.
El libro se publicó por primera vez en 1626, aunque circuló antes en copias manuscritas algunas de las cuales se conservan hoy en día. Quevedo nunca reconoció haber escrito El Buscón, probablemente para esquivar problemas con la Inquisición, y su silencio sobre esta obra, pese a estar la autoría fuera de toda duda, ha incrementado los problemas en la datación de su composición. Se han propuesto fechas que van de 1604 a 1620 y un proceso de reelaboración posterior en el que Quevedo estaría trabajando hasta cerca de 1640.
1. Quevedo, autor del Buscón: esbozo biográfico
El 17 de
septiembre de 1580 nace en Madrid Don Francisco de Quevedo, de
familia hidalga oriunda de la Montaña de Santander. Su
padre, don Pedro Gómez de Quevedo, era secretario de
doña Ana de Austria, mujer de Felipe II; su madre,
doña María de Santibáñez, dama de la
reina, también pertenece al ámbito de los servidores
de la corte: es, pues, gente de mediana condición social y
económica, hidalgos pero no de ilustre aristocracia,
situados en un estrato de precisa definición
ideológica y social a que responden buena parte de los
rasgos que caracterizan al hombre y al escritor Quevedo.
Pablo Tarsia,
autor de su primera (y fantasiosa) biografía lo evoca:
Se formó en
el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, y
luego en las universidades de Alcalá y Valladolid: en esta
ciudad, sede de la corte desde 1601, inicia su carrera
poética y también su larga enemistad con
Góngora. En Valladolid, según todos los indicios,
redacta el Buscón. De vuelta a Madrid con la corte,
va escribiendo algunas de sus obras de índole
política y moral, a la vez que continúa con la
vocación satírica y burlesca. Diversas crisis de
conciencia se han señalado en su trayectoria vital, algunas
reflejadas literariamente en obras como el Heráclito
cristiano. Clave en su evolución personal es la
estancia en Italia (parte en octubre de 1613), donde sirve de
secretario y colaborador del Duque de Osuna, virrey de Sicilia y
Nápoles. La política que pone en práctica le
gana muchos enemigos a Osuna, que logran al fin su derrota: entre
otras composiciones, Quevedo le dedica el espléndido soneto
«Memoria inmortal de don Pedro Girón, duque de Osuna,
muerto en la prisión», donde integra una desolada
requisitoria contra la ingratitud y la mezquindad de la patria con
sus héroes:
Y es que el tiempo
de los héroes, como encarnación de una empresa
nacional, colectiva, ha terminado: ahora los héroes lo
serán a pesar de su nación, y no apoyados en ella,
figuras individuales que no encuentran un ámbito de
actuación heroica colectiva como todavía era posible
en el siglo anterior: el desengaño, más o menos
estoico, se impone. Quevedo se retira durante algún tiempo
en el pueblo manchego de La Torre de Juan Abad, por cuyo
señorío mantiene larguísimo pleito.
En obras como
Grandes anales de quince días y Mundo caduco y
desvaríos de la edad narra y enjuicia los sucesos
posteriores a la muerte de Felipe III, y apunta reformas y
proyectos regeneradores que la subida al poder de Olivares
podría promover. En su Epístola satírica y
censoria, dirigida al nuevo valido, expone literariamente el
deseo de un regreso a un utópico medioevo en el que los
españoles, castos, severos, valerosos y llenos de las
virtudes antiguas puedan vivir una nueva y militar edad dorada,
lejos de las corrupciones y la molicia de su propia
época:
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Defiende
también las medidas económicas de Olivares en
opúsculos como El chitón de las tarabillas
(1630). Pero las iniciales relaciones amistosas con el Conde Duque
no perduran. Es una más de las luchas de Quevedo, una de sus
múltiples enemistades.
Por el lado
literario también acumula enemigos, que atacan sus obras,
acusándolas de impiadosas, obscenas y revolucionarias: los
autores del Tribunal de la Justa Venganza claman contra
él. Luis Pacheco de Narváez, famoso maestro de
esgrima del que se burla don Francisco a menudo, dirige en 1630 un
memorial a la Inquisición en que denuncia Los
Sueños, la Política de Dios, el
Discurso de todos los diablos y el mismo
Buscón. Quevedo multiplica libros serios,
ascéticos y morales: La cuna y la sepultura,
Introducción a la vida devota, La virtud
militante, Marco Bruto..., pero su imagen de hombre
disoluto y escandaloso no desaparece en las polémicas que
mantiene con unos y con otros por multitud de causas. Un matrimonio
fracasado, en 1634, con doña Esperanza de Mendoza
añade nuevas melancolías. La virulencia de los
ataques políticos a Olivares se muestra ya con transparente
clave en La hora de todos y la Fortuna con seso, donde
saca a escena a un caricaturesco Pragas Chincollos (anagrama de
Gaspar Conchillos, referencia evidente al privado).
La caída de
Osuna, las maquinaciones de las camarillas políticas, el
laberinto de las relaciones internacionales y de las ambiciones del
poder en la corte de Felipe IV, definen un marco tormentoso en el
cual naufraga Quevedo, arrestado definitivamente -tras una serie de
destierros y marginaciones- por orden de Olivares y por causas no
aclaradas del todo, a fines de 1639. En un memorial elevado al
Conde Duque se queja y suplica clemencia:
Señor: un
año y diez meses ha que se ejecutó mi prisión,
a 7 de diciembre, víspera de la Concepción de Nuestra
Señora, a las diez y media de la noche. Fui traído en
el rigor del invierno, sin capa y sin una camisa, de sesenta y un
años, a este convento real de San Marcos de León,
donde he estado todo este tiempo en rigurosísima
prisión, enfermo con tres heridas, que con los fríos
y la vecindad de un río que tengo a la cabecera se han
cancerado, y por falta de cirujano, no sin piedad me las han visto
cauterizar con mis manos; tan pobre, que de limosna me han abrigado
y entretenido la vida.
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El poeta permanece
prisionero en San Marcos de León hasta mediados de 1643.
Sólo con el final de Olivares (cuyo gobierno se derrumba en
1643) Quevedo conoce una breve libertad: enfermo y quebrantado
cuando sale de su prisión, aguantará unos meses,
hasta el 8 de septiembre de 1645 en que muere en Villanueva de los
Infantes, en una celda del convento de Santo Domingo.
Hombre de cultura
extraordinaria y de enorme erudición, Quevedo se precia de
conocedor de lenguas, experto en teologías y
filosofías, corresponsal de un humanista tan famoso como el
belga Justo Lipsio, traductor de textos clásicos y
bíblicos (Anacreonte, Focílides, Epicteto, Las
lágrimas de Jeremías...)... Sus obras
están llenas de referencias, alusiones y citas de autores
antiguos y modernos: Juvenal, Marcial, Séneca, Montaigne son
algunos de sus favoritos.
De sus defectos
físicos, y de otras inferencias psicológicas de
discutible probabilidad -supuestamente manifestadas en complejos
varios frente a las mujeres, enraizados también en
ambiciones frustradas en la política y en la vida
cortesana-, diversos biógrafos posteriores, y algunos
críticos, han extraído la imagen de un Quevedo
contradictorio y laberíntico, marcado por radicales
actitudes ideológicas (antisemitismo, conservadurismo
ideológico extremo) y por pulsiones psíquicas que
entran en el terreno patológico (misoginia exacerbada,
timidez excesiva, miedo a la mujer, latente homosexualidad
dilaceradora de su psicología, obsesión
escatológica...). Dámaso Alonso subrayó
también la angustia existencial -tan moderna- que trasluce
su literatura, una exasperación -el «desgarrón
afectivo»- que es el centro en que habría de situarse
el lector que hoy quisiera comprender su obra.
La distancia entre
su faceta de poeta serio (con una poesía petrarquista, por
ejemplo, quintaesenciada y ultraidealizadora) y la de poeta
satírico y burlesco ha resultado también
difícil de asimilar para muchos críticos, e incluso
ha suscitado trabajos como el de Ettinghausen sobre la
«doble personalidad» de Quevedo, o antes, el de González de Amezúa, para quien Quevedo es «varón de muchas almas».
Para mí,
dejando a un lado dudosas hipótesis indemostrables, lo
más característico de su personalidad, sin duda
compleja, sería, quizá, la exacerbación
-personal y artística- que procede de una poderosa
inteligencia y una omnívora curiosidad intelectual,
atrabiliaria a veces, impaciente siempre, enfrentada a unas
circunstancias a menudo intolerables para una mente lúcida y
para una ética igualmente rigurosa, sin que fuera ajena a su
actitud de continua violencia la ambición de la gloria
literaria y el ansia de reconocimiento de su capacidad de poeta y
de hombre público.
El cultivo de
diversas áreas (seria, burlesca...) literarias me parece
bastante normal en un poeta barroco, obsesionado por la
mostración del ingenio y la capacidad de manipulación
lingüística, y una vez que esta variedad es explicable,
nada de extraño hay en la presencia de los diversos
códigos involucrados necesariamente en esas variedades
literarias por las mismas prácticas poéticas del
tiempo: ninguna dislocación existe entre el poeta que canta
a Lisi y el poeta que se burla de las sucias fregonas llenas de
parches y de ventosidades, o de las prostitutas gafas y tullidas
por la sífilis: si pretende cultivar el espectro de las
especies poéticas del XVII habrá de usar tanto los
códigos de la idealización petrarquista, como el bajo
estilo de la sátira y la burla.
Le toca vivir a
Quevedo, sin duda, en un momento de crisis. No sé si
será legítimo, como se suele hacer a menudo, poner en
paralelo las trayectorias personal del poeta y la histórica
de su patria: es probable que al menos en la primera parte de su
vida careciera de la perspectiva suficiente para ver apuntarse la
decadencia de la hegemonía española, manifestada ya
en el final del XVI por signos perceptibles, como el fracaso de la
Armada contra Inglaterra, la secesión de los Países
Bajos (1597), las crecientes dificultades económicas que
Felipe II se ve incapaz de afrontar, o el descenso alarmante de la
población que tratadistas como Cellórigo advierten y
lamentan. El protagonismo de los validos en el reinado de los
Austrias menores es otro síntoma de búsqueda de una
renovación en la estructura del gobierno, que facilita
también, en momentos de desesperanza, un chivo expiatorio en
la persona del valido a quien se acusa de toda incapacidad y
rapiña, o a quien se responsabiliza de los fracasos y la
corrupción, como sucede con los validos de Felipe III a la
muerte de éste, cuando Olivares, nuevo privado, promueve las
investigaciones contra los anteriores, don Rodrigo Calderón
o el Duque de Lerma.
En todo caso, para
Quevedo esa conciencia de que todo se acaba, es muy acusada en los
últimos años de su vida, y se muestra con claridad en
su epistolario, en donde asoma dolorida la visión de una
España convertida, como la propia vida del poeta en su ir
hacia la muerte, en un soplo de aire que se apaga.
En ese marco de la
crisis política, social y económica, en donde el
mundo del arte y de las letras, sin embargo, florece en el llamado
Siglo de Oro, brilla don Francisco de Quevedo con inusitada
intensidad.
Como apuntaba
Borges, Quevedo
«es menos un hombre que una compleja y dilatada literatura»: su obra es vasta y múltiple: su corpus poético recorre desde la poesía petrarquista de Canta sola a Lisi, hasta el degradado ambiente prostibulario de las jácaras, pasando por los poemas religiosos o los metafísicos. El paso del tiempo, la fugacidad de la vida, la belleza femenina, el amor constante más allá de la muerte, la entrega del hombre a los pecados capitales, el estoicismo del sabio frente a la fragilidad del humano destino, el arrepentimiento del pecador, la burla inmisericorde a los maridos pacientes, a las viejas carroñas, a las pidonas o a los caballeros chirles como los compañeros de don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán, que el lector del Buscón conoce... pasan ante los ojos del admirado lector de su poesía en un carrusel que Rafael Alberti evoca como una rueda de endriagos y fantasmas, un aquelarre interminable en el que la Muerte lleva el compás de la danza macabra:
Allí,
agarrados de la mano y girando alrededor suyo, los barberos, los
soldados, los jueces, los alguaciles, los médicos, los
boticarios, las damas gordas y las flacas, las engañadas y
las doncellas que no lo son, los viejos verdes, las suegras, los
maridos, maduros para la lidia, los beodos, los truhanes, los
embusteros, los calvos, los mediocalvos, los calvísimos, las
narices, las narizotas de señoras y caballeros, las
chinches, las pulgas, las flores, las legumbres,
acompañados, en fin, del desengaño, la
hipocresía, la envidia, la discordia, la guerra, el llanto,
el olvido, y llevando el compás con la guadaña
segadora, la Muerte.
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La obra en prosa
no es menos compleja ni variada: se hicieron famosos sus escritos
festivos, como los opúsculos en que parodia las
premáticas de la época o las burlas literarias contra
el culteranismo y otros vicios de la expresión
poética (Premática que este año de 1600 se
ordenó, Premáticas del desengaño
contra los poetas hueros -incluida en el
Buscón-, La culta latiniparla, La
Perinola, Cuento de cuentos, Carta de un cornudo
a otro, El libro de todas las cosas...). No menos
leídos fueron Los Sueños, La hora de
todos o El Buscón. Fantasías morales,
sátiras de la corrupción social imperante, ejercicio
de narrativa picaresca, que se sitúan al lado de las obras
de tono y expresión más severos, como La
política de Dios, La vida de Marco Bruto,
España defendida, La cuna y la sepultura,
Virtud militante y otras muchas, donde critica los vicios
del mal gobierno, defiende un estoicismo cristiano o comenta
sucesos de la política coetánea.
Frente al
espectáculo de la corrupción (denunciado, por
ejemplo, en Los sueños) y a las melancolías
de la vida, Quevedo opone por un lado una crítica
satírica -cuya capacidad expresiva convierte en
violentísimo ataque-, y un profesado estoicismo que no
siempre es capaz de ir más allá del código
literario de la poesía moral o las prosas ascéticas.
El desengaño, como es bien sabido, constituye un concepto
clave en la cosmovisión quevediana.
El
Buscón, que participa de muchos de los rasgos
característicos del autor, en la expresión verbal y
en la elaboración satírica, es, ya en temprana etapa
de su creación, una de sus obras claves y más
significativas, según intentaré mostrar, con muy
somera revisión, en las páginas que siguen.
El
Buscón es un relato de la peripecia vital del
pícaro don Pablos de Segovia, desde su infancia a la
proyectada fuga a Indias con que termina la obra. Entre estos dos
polos se sitúa una serie de aventuras, casi siempre
catastróficas para el personaje, que fracasa constantemente
en su búsqueda de estabilidad económica y social, y
cuyos fingimientos de nobleza son desenmascarados sin cesar.
Desde su temprana
infamia, hijo de ladrón y hechicera, don Pablos sólo
conoce la humillación: el hambre y las penalidades en el
pupilaje del dómine Cabra, y las burlas en la Universidad de
Alcalá dominan el libro I, en el que Pablos aprende
también a navegar en el mundo inmisericorde que le rodea, y
se inicia en los menesteres de la picardía estudiantil. El
núcleo del Libro II es la reunión con su tío
verdugo, que le guarda la herencia paterna. A la vuelta de su
estancia en Segovia, donde el tío narra al pícaro la
ignominiosa muerte del padre y donde asiste a un grotesco banquete,
topa con el hidalgo chirle don Toribio, que lo introduce en la vida
buscona de la corte. El libro III y último se centra en las
peripecias de Pablos como falso noble en diversas facetas, que
está a punto de casarse con una damisela para ser al fin
desenmascarado por su antiguo amo don Diego. Arrojado
definitivamente del universo de la nobleza que intentaba escalar
fraudulentamente, se hace cómico (otro oficio infame de
pésima consideración social) y se amanceba con la
Grajal para terminar este tramo de su vida con el asesinato de unos
corchetes en un grupo de rufianes, y el proyecto de huir a las
Indias para intentar un cambio de vida que se anuncia igualmente
improbable.
La
disposición estructural de este relato picaresco ha sido muy
discutida por la crítica. Quienes defienden el sentido moral
y ético, o el estudio psicológico coherente y
riguroso del Buscón (Parker, Morris, Dunn...)
insisten en la cuidadosa congruencia estructural, lo mismo que
otros intérpretes que han asediado a la novela desde las
perspectivas de la intencionalidad política o la
transgresión ideológica: así, para
críticos como Jenaro Talens, el libro tendría una
estructura perfecta y cerrada en sí misma, y
reflejaría un proceso picaresco ascendente y bien trabado,
configurado en tres bloques simétricamente dispuestos con
regularidad cuasi matemática:
- los siete capítulos del Libro I que corresponden a la fase inicial de los orígenes y la educación de Pablos (con tres etapas a su vez en la escuela, el pupilaje de Cabra y la Universidad de Alcalá);
- los seis capítulos del Libro II, centrados en las andanzas de Alcalá a Segovia y regreso a la corte;
- los siete primeros capítulos del Libro III, ceñidos a las andanzas del pícaro en la corte, que conocen una coda final en los capítulos que cierran este Libro, con la catástrofe que lo incita a la fuga ultramarina.
El eje central
correspondería a los capítulos 3 y 4 del segundo
libro, en el encuentro de Pablos y su tío verdugo,
clímax del rechazo del pícaro a su sangre y a su
familia, y comienzo de una nueva etapa en la búsqueda y el
logro de una mistificación finalmente fracasada, tal como
muestran los últimos capítulos en que Pablos regresa
definitivamente al inframundo de los marginados.
Esta
disposición simétrica que Spitzer observaba tanto en
los motivos temáticos como en la estilística de la
frase, la extiende Rey Hazas al conjunto de toda la novela, pero, a
diferencia de Talens, la interpreta como un modo de subrayar
precisamente la fragmentación artificiosa e incoherente del
relato. No existe, advierte Rey Hazas, correlación entre
simetría numérica y coherencia novelesca: en los
libros I y III Pablos es actor, y protagoniza un proceso de
escalada social sin éxito, pero en el libro II es espectador
que se limita a describir una serie de personajes caricaturescos y
ridículos que encuentra en el camino de Segovia y regreso a
Madrid, al modo de los entremeses de revista de figuras, bien
conocidos en la época. Para Rey Hazas el esquema
predominante en el Buscón es el de sarta
mecánica reiterada, aunque muestra una innegable
atracción por los esquemas binarios y triádicos
dentro de esa general dispersión y gratuidad estructural del
conjunto, con frecuencia de simetrías y paralelismos.
Tal
dispersión ha sido igualmente subrayada por Lázaro
Carreter, que la pone en relación con la técnica
creadora general de la obra quevediana:
Por otra parte,
este rasgo constructivo que señalamos en el
Buscón -inconexión, dispersión,
será común a toda la obra de Quevedo. No
volvió a escribir otra novela ni intentó cualquier
otro tipo de narración ordenada; su talento, esencialmente
antidramático, parece incapaz de trabar. El Buscón es
sólo un paso dado, por inducción de los Guzmans, que
lleva de la Vida de Corte, álbum de figuras
estáticas, a los Sueños, torbellino de apariciones y
desapariciones, sombras traídas o abandonadas sin más
ley que la ocurrencia. Incluso en los escritos doctrinales, su
gusto le guía a lo que no exige trabazón.
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Sea como fuere, la
creencia en un diseño preciso y simétrico constituye
una de las posturas críticas, a la que se enfrenta la de
otra serie de estudiosos (Raimundo Lida, Lázaro Carreter,
Francisco Rico...) que ven en la inconexión y la
disgregación de la materia narrativa el principio
constructivo de la obra.
Como se
verá después con más detalle, la
definición de la estructura se relaciona con la
interpretación global del libro: quienes advierten en el
Buscón un sentido coherente comprometido en
cualquiera de las facetas docentes o ideológicas tienden a
subrayar la coherencia estructural de su composición; los
que apuestan por la primordial dimensión
lingüística subrayan la disgregación del esquema
narrativo.
No habría
que olvidar, para el cabal entendimiento de esta coherencia o
incoherencia, la función que desempeñan en la
escritura y génesis del Buscón los motivos
caricaturescos de la literatura aguda de los siglos XVI y XVII: la
presencia de una galería de caricaturas y figuras
ridículas, descritas ingeniosamente por Quevedo, reeelabora
y perfecciona algunos paradigmas burlescos como la caricatura a
base de apodos o la taracea de equívocos -véanse los
retratos del dómine Cabra o del mulatazo diestro-,
según ha estudiado con su inteligencia habitual Maxime
Chevalier. Desde la inserción en el contexto de las formas
literarias vigentes se comprende mejor la justificación de
ciertos elementos que resultan problemáticos desde el punto
de vista de la estructura rigurosa de la narración.
La sucesión
del relato obedece a un orden lineal, como es habitual en el
género picaresco, y los episodios principales responden
igualmente al esquema conocido: genealogía e infancia,
formación y educación, una etapa -breve en este caso-
al servicio de un amo, viajes que permiten al pícaro entrar
en contacto con otras figuras de la sociedad o la literatura
coetánea, pintura grotesca del ambiente de la corte en que
se mueven las andanzas de Pablos, castigos parciales y fracaso
final.
La
imitación inicial del modelo picaresco creado en el
Lazarillo impone la fórmula autobiográfica y
la ficción epistolar en el Buscón, que en la
versión que edito se dirige a una señora (
«Yo, Señora, soy de Segovia; mi padre se llamó Clemente Pablo...»). Pablos no habla, pues, directamente al lector, sino a un destinatario ficcional intermedio al que evoca con muletillas frecuentes (
«mire vuesa merced»): no obstante, como apunta Rico con razón,
«ese Señor [señora, en la versión del manuscrito Bueno que es la base de mi texto] de Pablos no forma parte de la novela a título ninguno, es un mero nombre. Quevedo lo encontró en su libro y no se ocupó de darle sentido (cuerpo o siquiera sombra). De tal forma, el destinatario, antes dato fundamental de la autobiografía, quedó reducido a una vana redundancia». Si no es del todo una
«vana redundancia»tampoco puede decirse con verdad que ese destinatario intratextual sea demasiado necesario, y desde luego no siempre se tiene en cuenta: en ocasiones se dirige al
«pío letor»(ver Libro III, final del capítulo 9:
«Lo que la monja hizo de sentimiento, más por lo que la llevaba que por mí, considérelo el pío letor»), muletilla típica del narrador profesional que ha olvidado ya a la
«señora»(avatar del
«vuesa merced»con que se abría el Lazarillo).
Semejante
afuncionalidad se puede percibir en cuanto a la técnica
autobiográfica, tomada del modelo lazarillesco, pero
mantenida en el Buscón con mucho menos rigor y con
frecuentes quiebras del decoro perspectivista. Como señala
la generalidad de la crítica, en numerosas ocasiones la
perspectiva que asume el narrador no es tanto la del pícaro
Pablos, como la de un observador situado por encima de los sucesos,
poseedor de una mentalidad aristocrática que denuncia al
mismo pícaro y a su mundo: un narrador, en suma, cuya mirada
sería más la del propio Quevedo que la de Pablos de
Segovia. El yo autobiográfico ni justifica su relato ni
mantiene la coherencia del punto de vista. Como ha escrito
Ynduráin en su introducción a la obra:
La
dispersión de la perspectiva única del yo
autobiográfico explica que el autor superponga su
óptica sobre la del pícaro-narrador,
forzándole a actuar de manera contradictoria, en ocasiones
incluso inexplicablemente autorridiculizadora. A veces Pablos se
convierte en objeto de su propia burla, en sujeto y objeto
simultáneos de esperpentización, es decir, se pone a
sí mismo como ejemplo del chiste de Quevedo, demostrando en
ello de forma patente la intromisión directa del autor en la
perspectiva del personaje narrador.
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Quevedo, en fin,
ha adoptado las formas externas del relato picaresco, pero
vaciándolas a menudo de su función narrativa y
estructural.
Esta
«desatención» a la estructura narrativa subraya
en cambio la importancia de otros aspectos de la composición
de la novela: los retratos de los personajes y el estilo, aspectos
llamativos que han llevado a muchos estudiosos a ver en el
Buscón un ejercicio eminentemente verbal, un
despliegue estético del ingenioso arsenal de la caricatura y
juegos conceptistas que Gracián codificara magistralmente en
su Agudeza y Arte de Ingenio, y en los que don Francisco
de Quevedo alcanzó una inigualable maestría.
La galería
de los personajes del Buscón pertenece al retablo
de las figuras ridículas que pueblan el resto de su
producción satírica y burlesca, y que protagonizan
también entremeses, comedias de disparates y otros
ámbitos de la literatura aurisecular. Al mismo Quevedo se
debe el definitivo perfil de muchas de estas figuras provocantes a
risa, de ribetes grotescos, deformes moral o físicamente,
retratadas caricaturescamente y sometidas a la abrasión de
un estilo ingenioso que las compone (o mejor, descompone) en un
continuo estallido de equívocos, hipérboles,
metáforas y conceptos de todo tipo. El lector de los
Sueños las encontrará reunidas en las
cárceles del infierno o en las zahúrdas de
Plutón, y en los caminos y las plazas (telón de fondo
muy difuminado: el paisaje desempeña muy poco papel en esta
obra) del Buscón.
Personajes,
advierte Lázaro Carreter, que
«desde sus principios inmutables del honor y la sangre [...] son simples muñecos [que] parecen figuras de guiñol». Degradación artística que puede interpretarse, sin duda, en un sentido trascendente, como expresión de un ataque a los representantes de esa humanidad deshonrada o en búsqueda ilegítima de un ascenso social fraudulento que atenta contra la estabilidad del sistema de valores aristocráticos. Pero me ocuparé luego de las interpretaciones globales de la novela, en donde se podrá discutir la dimensión ideológica de esta caricaturización, ciñéndome ahora a un breve repaso de las técnicas de representación de la figura humana en el relato quevediano.
Se trata de una
humanidad animalizada, sometida a un prisma deformador grotesco,
embarcada en la estafa, el delito, la infamia, la embriaguez, el
empacho y el vómito: baste recordar la cofradía de
los amigos de Alonso Ramplón, el verdugo tío de
Pablos, y su banquete grotesco descrito según los modelos
del carnaval, modelos cuya calidad dúplice se reduce
aquí a la única dimensión negativa. Personajes
que se arrojan a la artesa para beber como animales, que abren el
apetito de la sed con puñados de sal y enfangan el suelo de
su habitáculo gormando sin inhibiciones una comida que, se
sugiere, ha sido confeccionada con restos de ahorcados:
Parecieron en la
mesa cinco pasteles de a cuatro, y tomando un hisopo,
después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso
todos, con su requiem
aeternam, por el ánima del difunto cuyas eran
aquellas carnes [...] Trujeron caldo, y el de las ánimas
tomó con entramabas manos una escudilla, diciendo:
«-Dios bendijo la limpieza», y alzándola para
sorberla, por llevarla a la boca se la puso en el carrillo, y
volcándola, se asó en caldo y se puso todo de arriba
abajo que era vergüenza. Él, que se vio así,
fuese a levantar, y como pesaba algo la cabeza, quiso ahirmar sobre
la mesa, que era destas movedizas, trastornóla y
manchó a los demás, y tras esto decía que el
porquero le había empujado. El porquero que vio que el otro
se le caía encima, levantóse y alzando el instrumento
de güeso, le dio con él una trompetada.
Asiéronse a puños, y estando juntos los dos, y
teniéndole el demandador mordido de un carrillo, con los
vuelcos y alteración, el porquero vomitó cuanto
había comido en las barbas del de la demanda.
|
(II, 4) |
A lo largo de sus
andanzas Pablos topa con personajillos siempre insertos en este
mundo degradado de marionetas grotescas: la serie del camino de
Segovia es típica: un arbitrista ridículo que quiere
proponer al rey la desecación del mar de Ostende con
esponjas, un esgrimista enloquecido por los grados del perfil, el
poeta de los millones de octavas que dedica a las once mil
vírgenes... y antes, ya en sus primeras aventuras fuera de
la casa paterna, el inolvidable dómine Cabra, caricatura
maestra de Quevedo, uno de los retratos más significativos,
que con Diego Moreno y la dueña Quintañona ocupan un
lugar de excepción en esta galería de figuras:
Él era un
clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza
pequeña, los ojos avecindados en el cogote, que
parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y
escuros que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la
nariz, de cuerpo de santo, comido el pico, entre Roma y Francia,
porque se le había comido de unas búas de resfriado
que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas
descoloridas de miedo de la boca vecina que de pura hambre
parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le
faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y
vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como
de avestruz, con una nuez tan salida que parecía se iba a
buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos secos; las
manos como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo
parecía tenedor o compás...
|
(I, 3) |
Nótese en
esta descripción caricaturesca la mezcla de elementos de
todos los reinos de la naturaleza (vegetales, animales, inanimados)
en la composición del retrato de Cabra (cerbatana,
sarmientos, compás, tenedor, cuévanos, avestruz...);
la independización de los elementos descritos (las barbas
tienen miedo de la boca, los dientes desterrados, la nuez se va a
buscar de comer por su cuenta...); la desrealización a
través de los juegos de palabras (nariz entre Roma y
Francia, largo sólo en el talle...): fenómenos todos
característicos de la estética grotesca que
fundamenta estas caricaturas. Buena parte de la técnica
caricaturesca responde a tradiciones de la literatura aguda
aurisecular: retratos por medio de equívocos, de apodos o
mezclas de ambos:
un licenciado
Flechilla, amigo mío, que venía haldeando por la
calle abajo, con más barros que la cara de un sanguino y
tantos rabos que parecía chirrión con sotana, pulpo
graduado o mercader que cargaba para Italia.
|
(III, 2) |
parecía
higo enharinado, niña si se lo preguntaban, con su cara de
muesca entre chufa y castaña apilada.
|
(III, 8) |
Spitzer, Asensio,
Lía Schwartz, Rico y otros han puesto de relieve tanto las
tradiciones sobre las que se construye este tipo de retratos
(satíricos latinos, Erasmo, Arcimboldo, Teofastro...) como
sus características más llamativas y a sus trabajos
remito al curioso lector que desee abundar en la técnica
quevediana y en sus implicaciones ideológicas o
éticas.
En esta
galería de personajes, Don Diego Coronel parecía ser
el único positivo, noble, perteneciente a la clase de los
hidalgos, desenmascarador de Pablos, representante, en fin, de la
casta defendida por el narrador y dique de contención contra
los mecanismos de los pícaros y caballeros chirles. No
dejaba de causar inquietud, con todo, en muchos lectores la actitud
egoísta, interesada y cruel de este don Diego, que junta
meriendas con Pablos en la escuela, se aprovecha de sus
artimañas picariles en la universidad y lo hunde al final
con tan crudas palabras; algún enemigo, por cierto, esperaba
a don Diego para molerle a palos, cuando Pablos recibe la paliza
por llevar puesta la capa de su antiguo amo: no todo era santidad
en el don Dieguito. Y este hidalgo Coronel, que no dejaba de ser
ambiguo, ha recibido en la crítica reciente una nueva
valoración que obliga a replantearse de nuevo el esquema de
los personajes de la novela: en importantes artículos de
Johnson y Redondo, sobre todo, se pone de manifiesto la existencia
de una conocida familia de Coroneles conversos en Segovia en los
tiempos de Quevedo, de los cuales este don Diego del
Buscón sería pariente. Si el apellido
Coronel estaba connotado inequívocamente para el lector del
XVII, don Diego vendría a ser un representante más (y
más peligroso) de los ascendidos ilícitamente a la
nobleza; más peligroso porque su mistificación
está teniendo éxito, a diferencia de la del pobre
Pablos, que sólo consigue el ridículo. En la multitud
de conversos que puebla las páginas del
Buscón, este don Diego, que parecía
escaparse, queda igualmente atrapado y desenmascarado: así,
la crueldad que el supuesto caballero muestra con su antiguo criado
(dice a sus primas, hablando de Pablos que
«su madre era hechicera y un poco puta, y su padre ladrón y su tío verdugo, y él el más ruin hombre y más mal inclinado tacaño del mundo», III, 7: feroz calificación de quien fue su compañero de aventuras en la infancia y adolescencia, de aquel amistoso Pablos a quien ahora repudia con tanta dureza) podría no ser más que una reacción de salvaguarda para marcar su alejamiento de la propia casta manchada a la que se quiere repudiar ocultando la propia condición de converso.
Humanidad
condenada, como la que pulula en las zahúrdas infernales de
Los sueños, los personajes del
Buscón se despliegan en una galería de
retratos grotescos condenados por la pluma agudísima de un
ingenio inmisericorde con sus lacras: el de don Francisco de
Quevedo, estilista mayor del Reino: veamos algunos otros
ejemplos.
He mencionado a
menudo en lo anterior la «agudeza» del estilo de
Quevedo en el Buscón. Como en el resto de su obra
el conceptismo define el estilo quevediano, y más
precisamente, en el caso del Buscón, el conceptismo
burlesco, extendido en una prodigiosa floración de juegos
mentales y verbales. Las caricaturas de Cabra o de la Guía,
las descripciones grotescas del banquete o la fiesta del rey de
gallos se construyen a base de las técnicas conceptistas de
la agudeza.
Ejemplos de todas
las clases se espigan en cada página: del
Buscón, no menos que de los Sueños,
La hora de Todos, o la poesía satírica, se
puede hacer un completo catálogo de los conceptos o
sutilezas que codifica Gracián.
Destaca la
función de la metáfora y la comparación
(agudezas de semejanza) que implican asociaciones sorprendentes y
animalizaciones o cosificaciones extravagantes e
hiperbólicas en la línea grotesca ya señalada.
Ya desde el comienzo de la novela, dice Pablos que su padre se
avergonzaba de que le llamasen barbero, y prefería lo de
«tundidor de mejillas»o
«sastre de barbas»: lo ridículo de estas preferencias metafóricas, naturalmente, es que el resultado figurado no es más ennoblecedor que la denominación recta: el intento de mistificación se vuelve así contra el mismo que pretende el ocultamiento de su baja condición. Ya he señalado en la caricatura de Cabra las comparaciones o metáforas que asimilan al clérigo (o a partes de su anatomía) a una cerbatana, avestruz, manojo de sarmientos, tenedor, etc. Otros personajes se comparan con mastines (III, 4), leones de armas rampantes (III, 4), con pasas y franjas viejas (II, 3), con culebras (II, 3), lechuzas (III, 1), etc.
Muchas
metáforas o comparaciones implican alusiones burlescas o
satíricas (ver infra), y la captación de su sentido
requiere a menudo el conocimiento de los registros germanescos o
vulgares del «bajo estilo» que caracteriza el
código estilístico del género: así
comprende el lector que el
«pintor de suela»(I, 1) es el verdugo que va golpeando con el látigo de cuero (la suela) las espaldas del reo y pintándolas de rojo (por los cardenales y ronchas que levanta en ellas); los virgos los compara con los soles (I, 1), poniendo el acento, no en las connotaciones positivas que la palabra sol tiene en numerosos textos auriseculares, sino en lo efímero de la carrera diurna del astro, que al igual que estos virgos dura solamente un día. El caballejo de la fiesta del rey de gallos es un
«cofre vivo»(I, 2), y los pobres pupilos de Cabra, en comparaciones cosificantes, parecen leznas que se afeitan con diaquilón (I, 3). Cosificación grotesca hay también en la metáfora del
«reedificar doncellas»(I, 1) que se aplica a la madre de Pablos, alcahueta y celestina capaz de reconstruir los virgos perdidos, como el albañil reconstruye una pared agrietada... y en otras muchas. No faltan las series metafóricas que integran alusiones, juegos de palabras y otros recursos: véase la aplicada en el mismo libro I, capítulo 1 a la madre de Pablos:
era remendona de
cuerpos. Unos la llamaban zurcidora de gustos, otros algebrista de
voluntades desconcertadas; otros juntona; cuál la llamaba
enflautadora de miembros y cuál tejedora de carenes, y por
mal nombre alcagüeta. Para unos era tercera, primera para
oteoas y flux para los dineros de todos.
|
En las notas
explicativas que he ido poniendo al texto procuro señalar y
comentar estos y otros juegos de palabras insertos o no en
expresiones metafóricas, y a ellas, por brevedad, remito. En
esa anotación podrá recoger el lector otros muchos
ejemplos someramente comentados de análogos recursos.
Muchas de estas
imágenes y juegos inciden en campos sensoriales asociados a
los sentidos «inferiores»: campos de lo
escatológico y maloliente, pertenecientes al universo de las
formas carnavalescas que Cros ha estudiado con gran
sindéresis. Baste por el momento recordar la caída de
Pablos en una privada (episodio del rey de gallos, I, 2) de la que
sale siendo
«la persona más necesaria de la riña»(cubierto de excrementos malolientes), el episodio de la batalla de escupitajos en su llegada a la Universidad de Alcalá, la burla que sigue a la anterior en que le ponen excrementos en la cama, o las melecinas que la vieja ama de Cabra les echa a don Diego y al propio Pablos, quien de retorno da con el líquido en toda la cara de la vieja (I, 3).
Dentro de las
abundantísimas agudezas verbales abundan las dilogías
en diversos grados de elaboración (hallamos en el extremo el
zeugma dilógico) y, algo menos, las antanaclasis: casi
siempre el juego verbal implica alusiones (agudezas mentales) que
el lector debe descifrar a partir de la captación del juego
verbal.
Textos con todas
las variedades se acumulan desde las primeras páginas: la
madre del pícaro
«no es cristiana vieja», aunque está llena de canas y rota (lo cual corresponde a una vieja, I, 1): esta sencilla formulación encubre, por ejemplo, una agudeza que Gracián llama de
«ponderación misteriosa»: presenta un «misterio» que debe ser resuelto: en este caso ¿por qué piensan que no es vieja, si la ven con las señales de vieja, canosa y cascada?: la solución es obvia, y procede del doble sentido de vieja, que en la frase
«cristiana vieja»alude a la limpieza de sangre de quien no tiene en su familia mezcla de moro o judío: la madre de Pablos es vieja en edad, pero muy «nueva» en su sangre infamada con la casta hebrea. El padre de Pablos, por su lado, apunta que
«muchas veces me hubieran llorado en el asno, si hubiera cantado en el potro»(I, 1), con juegos de palabras alusivos al paseo en el asno de los reos sacados a la vergüenza pública después de cantar ('confesar sus delitos') en la tortura del potro (que establece con «asno» un juego de pareja antitética de animales en el sentido recto). Otros casos de diversos juegos de palabras que se explican en las notas de pie de página:
Yo estaba cubierto
el rostro con la capa y tan blanco, que todos tiraban a
mí.
|
(I, 5) |
no era nada
carnal, antes de puro penitente estaba en los güesos.
|
(I, 6) |
para que estuviese
gorda la olla solía echar cabos de vela de sebo, y
así decía que estaban sus ollas gordas por el
cabo.
|
(I, 6) |
Dejónos el
bienaventurado hacer dos manos, y luego no la dio tal que no
dejó blanca en la mesa.
|
(II, 3) |
una comedia que
tenía más jornadas que el camino a
Jerusalén.
|
(II, 2) |
Etc.
Como se ve, estos
juegos alusivos se mueven frecuentemente en el terreno de la
denuncia o la burla satírica; las hipérboles
más grotescas inciden en el mismo territorio: los aquejados
de sabañones asoman sus manos en el zaguán de Cabra
porque en la casa del miserable dómine todos, incluidos los
sabañones se mueren de hambre y así no comen (con
dilogía en comer 'alimentarse' y 'escocer, picar'):
no cabe hipérbole más grotesca del clérigo
archipobre y protomiseria.
La alusión
(apuntamiento indirecto a un motivo no mencionado directamente) es,
pues, un procedimiento privilegiado y cuenta con la competencia
lectora: en este sentido la literatura conceptista apela al ingenio
del receptor y a su capacidad de descifrar los juegos. Algunas
alusiones han sido comentadas en las líneas anteriores;
otras innumerables se encuentran a cada paso: afectan por ejemplo,
sistemáticamente, a la expresión del motivo de la
sangre infecta: en la genealogía de la madre de Pablos
(
«Aldonza de San Pedro, hija de Diego de San Juan y nieta de Andrés de San Cristóbal», I, 1) todo lector barroco advierte sin dudas la condición conversa de la misma, por las connotaciones obvias de los apellidos mencionados, típicos de conversos: apellidos que son una flecha indicadora de fácil desciframiento para los lectores de la época. El grado de dificultad es variado: a menudo para el lector del Siglo XX ha aumentado con la lejanía histórica y cultural: si los apellidos de la madre de Pablos no han presentado muchos problemas a la crítica moderna en cuanto a su sentido, hemos tenido que esperar hasta no hace mucho para la elucidación de las alusiones contenidas en el apellido Coronel, que, como queda dicho más arriba, permiten una nueva y crucial valoración del personaje de Don Diego. En las burlas que sus compañeros hacen a Pablos le gritan
«miz»o
«zape»cuando pasa (I, 2): términos ambos utilizados respectivamente para llamar o expulsar a los gatos: el chiste radica en el sentido de la palabra gato, que en germanía significa «ladrón»: alusión a las artes de su padre e insulto infamante para el pícaro. Las alusiones pueden complicarse: la nariz de Cabra está entre Roma y Francia (I, 3): chata y comida por las llagas bubosas (roma) que todo receptor del XVII en el contexto de una caricatura tendería a interpretar como resultado de la sífilis («mal francés», y de ahí la mención de Francia): el narrador, no obstante, corrige burlescamente esa posible interpretación, negando la enfermedad venérea y atribuyendo las bubas a resfriado: el mal francés, producto de la relación con prostitutas, cuesta dinero y Cabra no podía nunca contraerlo por ese medio.
La alusión
proviene otras veces de modificaciones de expresiones hechas, que
vuelven a reinterpretarse en nuevos sentidos: el sentido más
aparente de la expresión «hechizar» ('agradar')
alcanza una literalidad satírica aplicada a la madre de
Pablos (
«hechizaba a cuantos la trataban», I, 1), que es una verdadera hechicera; tales modificaciones burlescas le sirven a la vez para mostrar el ingenio y para desmontar un discurso popular anquilosado que ataca también en varias de las premáticas y en el Cuento de cuentos. Otras veces se instala en la onomástica ridícula: Cabra, don Navaja, don Ventosa, licenciado Vigilia, Julián Merluza, el Romo, el Garroso, Flechilla, Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán, la Vidaña, Muñatones, o el mismo Pablos, nombre éste de connotaciones judías evidentes para el receptor competente del XVII.
De nuevo esta
caracterización lingüística admite diversas
interpretaciones, desde la exclusivamente estética a la que
contempla en la manipulación verbal un sentido
desmistificador, expresión del universo ideológico
condenatorio de las usurpaciones que pretenden los personajes. Pero
del sentido general de la novela convendrá decir algunas
palabras específicas.
En las
páginas precedentes me he referido en ocasiones a las
interpretaciones globales del Buscón, esto es, al
sentido final de la novela. En relación con las valoraciones
que se hagan de elementos determinados de la misma (estructura,
manejo de la lengua, recursos estilísticos, retratos de los
personajes...) se encuentra la valoración de la
«intención y sentido» de la novela como
construcción ideológica y literaria integral.
Un espectro de las
principales interpretaciones de la novela se puede entresacar del
reciente capítulo de Jauralde en su edición, titulado
«La aventura crítica del
Buscón». Las aproximaciones críticas
al Buscón son abundantes y se ocupan de muchos
elementos y aspectos; me limitaré a glosar las que considero
principales interpretaciones globales, deteniéndome
especialmente en algunas de las posturas claves en el estado de la
cuestión.
Quizá el
primero de los planteamientos de conjunto sobre la novela fuera el
estudio clásico de Spitzer «Sobre el arte de Quevedo
en el Buscón», que lo contempla como obra de
arte estilística orientada a producir en el lector
admiración y placer estético, despojado de efectos
didácticos o morales. En la concepción de Spitzer,
sin embargo, el estilo refleja la personalidad del escritor, y el
Buscón expresa de esa forma la visión del
mundo quevediana, una visión marcada por el desengaño
y la percepción de lo ilusorio que se desenmascara por medio
del estilo. Obra, pues, para Spitzer, de intención
eminentemente estética, pero muestra también de una
cosmovisión típicamente barroca en la que la seriedad
ideológica se afirma sobre la vertiente formal.
Frente a esta
valoración principalmente estética surgirán
interpretaciones morales y religiosas: inexcusable resulta la
mención de los trabajos de Parker («The
Psychology of the Pícaro in El
Buscón», Los pícaros...) que
darían pie a las lucubraciones mucho más disparatadas
de un T. E. May, por ejemplo. Para Parker, que se enfrenta a un
análisis psicológico del protagonista, la novela (en
la que ve una estructura coherente y perfectamente ordenada)
mostraría el proceso mediante el cual un niño se
convierte en un pícaro a través de su deshonra
familiar, sus complejos y frustraciones, y se.constituiría
como una meditación en torno al pecado y al delito. La
defensa de una intención moral precisa se alía en
Parker a la de una organización narrativa que no deja nada
al azar: esta idea (en buena parte preconcebida y provocada por la
concepción moralista general de Parker) obliga al eminente
estudioso a forzar a menudo el sentido del texto para acomodar los
contenidos a su propia visión de la obra. La influencia de
Parker en el ámbito de la crítica anglosajona provoca
secuelas en otras interpretaciones distintas a la suya pero
coincidentes en la visión de un libro cargado de contenidos
morales y simbólicos orientados a un didactismo
contrarreformista: May, en varios artículos que no creo
merezca la pena pormenorizar abunda en contenidos alegóricos
según los cuales, por ejemplo, la burla de Alcalá
vendría a ser un paralelo de la Pasión de Cristo, en
la que Pablos, al rechazar el sufrimiento se convierte en
contrafigura pecadora del Salvador. Etc.
Contra semejantes
excesos interpretativos reaccionan varios estudios de Lázaro
Carreter («Originalidad del Buscón»,
«Glosas críticas») continuados en otras
aportaciones, particularmente en «Quevedo: la
invención por la palabra». La interpretación de
Lázaro representa el polo opuesto de la moralizante de
Parker, e insiste en que el Buscón es obra de
ingenio juvenil, que renuncia a cualquier dimensión de
crítica seria para ceñirse a la prodigiosa
invención verbal: este objetivo puramente esteticista
explica, desde el punto de vista de Lázaro, la ausencia de
una estructura orgánica como esqueleto del relato
quevediano, y el predominio del microtexto ingenioso que explota
todas las modalidades de la agudeza conceptista.
Sobre estos dos
extremos (Parker, Lázaro) no exentos de polémicas, ha
venido basculando la cuestión de las interpretaciones del
libro, muy a menudo relacionadas con la ideología propia del
crítico, que busca en el texto la confirmación de las
tesis o hipótesis previas. Abundan trabajos parciales sobre
puntos específicos que pueden alinearse en una u otra
postura: el comentario de Randall, por ejemplo, sobre las fuentes
clásicas (Horacio, Séneca, San Jerónimo) del
final de la novela apunta a la defensa de la tesis moral, que en
cierta medida se apoyaba precisamente en ese cierre alusivo a la
inutilidad de cambiar de horizontes si no se cambia de costumbres y
se abandonan los vicios. Pero, como recuerda Ynduráin
«aforismos de tipo gnómico, castigos o bocados, ofrecen formulaciones tan generales que sirven lo mismo para un roto que para un descosido; idénticos paralelismos y coincidencias se pueden establecer con los refranes, si se eligen con cuidado».
En la
crítica más reciente han surgido otras
interpretaciones desde presupuestos teóricos
psicoanalíticos o antropológicos,
sociológicos, de genética textual, etc. Sin aportar
interpretaciones globales realmente nuevas o distintas, han venido,
en cambio, a revelar importantes aspectos del
Buscón poco atendidos en la crítica
anterior: por ejemplo, y por citar una de las más
interesantes aportaciones, la presencia de elementos carnavalescos,
que ha sido analizada por Edmond Cros con gran riqueza de detalles.
Cros, que parte de las teorías de Bajtín, destaca la
corriente carnavalesca como un elemento fundamental en la
estructura de la acción del Buscón, cuyas
referencias temporales internas remiten con frecuencia a la
época de carnestolendas. Desde esta perspectiva algunos
temas como el hambre, que en novelas anteriores
(Lazarillo, Guzmán de Alfarache) expresaba
las condiciones marginales de los protagonistas, sirve en el
Buscón a la antítesis carnavalesca que la
enfrenta al banquete grotesco (como el de casa de Alonso
Ramplón, el tío verdugo de Pablos). El folklore de
carnaval aparece igualmente con intensidad: elementos
escatológicos, matanza del cerdo, y sobre todo la fiesta de
gallos situada explícitamente en Carnestolendas, y en la que
Pablos, rey de gallos, sufre su primera caída del caballo
(escena simbólica para denunciar la falta de nobleza de
alguien y que se reitera constantemente en las burlas quevedianas
contra los falsos caballeros).
En las dimensiones
sociales, básicamente centradas en el problema del asedio a
la nobleza por parte de los conversos, y su rechazo desde la
posición aristocrática quevediana, han venido a
incidir de manera importantísima los artículos
citados de Johnson o Redondo (con la nueva valoración del
personaje de don Diego Coronel), y las aportaciones de Maravall en
que se plantea como tema central de la obra el intento de
ascendencia social del protagonista, tema que respondería a
una situación muy precisa en el arranque del siglo XVII.
El problema de la
movilidad social y la resistencia de los estratos dominantes
está, sin duda, en el Buscón. Carlos
Vaíllo recuerda a este propósito que una obra de
burlas puede ser trasunto de la realidad, y en este sentido, es
cierto que la cuestión del ascenso social ilegítimo
aparece obsesivamente a lo largo de la obra en prosa y verso de
Quevedo: los temas de la sangre infecta, el converso disimulado, el
caballero chanflón, el falso hidalgo, se documentan
constantemente en sus textos, conectados con la general
hipocresía que domina la sociedad: leemos en una letrilla
(«El que si ayer se muriera», núm. 648 de la ed. de Poesía original de
Blecua, cit.):
|
Pícaros sin
ventura, como Pablos; pícaros con ventura, como Don Diego
Coronel. La abundancia de conversos en las páginas del
Buscón (el huésped de Alcalá, Poncio
de Aguirre, dómine Cabra, los carceleros de Madrid, don
Diego, Pablos...) además del antisemitismo habitual,
apuntan, como subraya Rey Hazas, a «
un problema sociopolítico concreto: el ennoblecimiento de los cristianos nuevos».
Hay, pues, muchas
cosas en la novela. El problema de la interpretación
unívoca del Buscón me parece de
difícil solución: en realidad el
Buscón, como la mayoría de las obras
literarias, admite un asedio múltiple. Puede observarse como
«monumento» y como «documento», y en este
sentido cuando un crítico decide usarlo como documento, por
ejemplo, poco importa que el objetivo del autor haya sido la
exhibición estetizante, si el crítico puede, con
legitimidad, extraer deducciones ideológicas precisas. Ahora
bien, es necesario que el crítico tenga claro su punto de
partida, esto es, si está asediando al
Buscón como documento (fuente que refleja
determinadas condiciones sociales, culturales, históricas) o
como monumento (obra de arte en sí misma que puede integrar
numerosos aspectos a su vez observables desde perspectivas
múltiples). Defender una dimensión única
será siempre discutible: para quien desee estudiar, por
ejemplo, las relaciones sociales que se traslucen en el
Buscón, serán perceptibles, sin duda, en un
primer plano, los ataques a los fraudes del linaje y de la clase,
la crudeza y crueldad que definen los enfrentamientos de amos y
criados, o de los cristianos nuevos y viejos (o cristianos nuevos
disimulados), la corrupción del sistema de la justicia, la
denuncia de las falsas apariencias, del poder del dinero, etc. Para
quien se acerque a la obra como lector de literatura (de primordial
dimensión estética) sin duda brillará en
primer lugar la portentosa exhibición verbal como obra de
arte del lenguaje.
Cada receptor
podrá interesarse por aquel aspecto que prefiera: ahora
bien, lo que resulta imprescindible, cualquiera que sea la
vertiente subrayada, es el cabal entendimiento
«literal» del texto (y ahí se encuentran las
más graves fallas de Parker o May, y en general de la
corriente de exégesis simbólica): sólo de la
comprensión de las imágenes, juegos de palabras,
alusiones, etc., es decir,
sólo de la comprensión de su tejido verbal puede
partirse para cualquier otro tipo de interpretación,
discutible o no, pero que ha de fundamentarse rigurosamente en una
lectura filológica meticulosa. Al intento de ayudar a la
comprensión literal de la obra quevediana responden las
notas de pie de página que, en su elementalidad, se han
concebido como complemento a esta rápida presentación
de la novela de Quevedo.
Es lugar
común en la bibliografía sobre el
Buscón, plantearse su pertenencia y su
incardinación en el género de la llamada novela
picaresca. Apartados dedicados a tal examen se encuentran
prácticamente en todas las introducciones a las ediciones
recientes: Vaíllo, por ejemplo, ofrece un capitulillo
«La vida del Buscón, novela picaresca»;
Ynduráin, «El Buscón como novela
picaresca»; Teijeiro «El Buscón de
Quevedo a través de sus constituyentes: ¿novela
picaresca?»; Rey Hazas, «Quevedo y la novela
picaresca», etc.
Normalmente, como
se puede comprobar en cualquiera de los manuales al uso de historia
de la literatura, o en estudios específicos, el
Buscón se adscribe a la novela picaresca. El
problema de definición del mismo género picaresco
(según criterios temáticos o estructurales) afecta
también a la consideración de la obra quevediana como
novela picaresca. No hay espacio en este momento para recorrer los
problemas de definición del género implicados, que
han provocado innumerable bibliografía: daré por
supuesta la existencia de un género picaresco cuyos
representantes máximos son el Lazarillo, el
Guzmán de Alfarache y el propio
Buscón, y cuyos rasgos básicos definitorios,
en lo esencial, pueden ser aceptados con mínimas
discusiones. El Buscón nos ofrece en este sentido,
una variedad de tratamiento del relato picaresco, distinguible de
sus predecesores, pero que continúa un proceso de
creación con conciencia genérica, y que no
sería explicable sin los previos experimentos del
Lazarillo y de Mateo Alemán. Funcione en parte como
imitación, en parte como confrontación de esos
precedentes, el diálogo intertextual genérico me
parece obvio, y esto es lo importante en cuanto a la
consideración del Buscón como picaresca,
estemos de acuerdo o no con Rico, por ejemplo, cuando lo califica
de
«pésima novela picaresca»(es decir, pésima como representante del género, no como obra de arte), o adoptemos más bien la opinión de Rey Hazas, para quien es una narración incoherente como narración pero
«excelente novela picaresca».
Ya se han
comentado algunas de las diferencias que particularizan al
Buscón respecto de sus modelos: por ejemplo, y por
tomar una desde el mismo arranque de la novela, la funcionalidad
del caso y del destinatario, que queda anulada en el
Buscón, provocando así la dislocación
del punto de vista desde el cual se narra. Sin embargo no deja de
ser significativo el mantenimiento de esta ficción formal
epistolar y autobiográfica típica del género.
Siguiendo las clasificaciones de Rico, el Buscón
podría situarse en la segunda etapa de evolución del
género, que abarcaría desde 1605 hasta 1620
aproximadamente, y que se caracteriza por relatos con elementos
tomados de la novela picaresca, pero cuyo conjunto resultante es
más bien el de novelas de pícaros que el de novelas
propiamente picarescas.
Respecto del
Guzmán de Alfarache las diferencias son
también muy marcadas en la misma concepción digresiva
y sermonaria del Guzmán, que produce un texto
cribado de reflexiones moralizantes muy diverso de la
dinámica caricaturización y del estallido de
manipulación verbal ingeniosa (también presente, en
distinta medida, en Mateo Alemán) de este
Buscón quevediano. La trabazón del
Guzmán, cuyo punto de vista mantiene una coherencia
de acuerdo al proceso evolutivo del pícaro, narrado con
detalles precisos y meticulosamente articulados, está muy
alejada de la serie de motivos satíricos y burlescos en
sarta de episodios independientes que componen el esquema del
relato de Quevedo.
Pero todas las
diferencias que pudiéramos señalar (sobre todo en lo
que afecta al modelo constructivo) no ocultan la observancia del
esquema picaresco a la hora de la composición de nuestra
novela, por más que muchos motivos hayan cambiado su
función o hayan sido despojados de la misma (desde el propio
punto de vista del narrador autobiográfico, que en el
Buscón no impone unificación alguna a la
perspectiva).
Sea como fuere, se
adopta esa técnica de la autobiografía, se exagera la
genealogía infame con que Lazarillo y Guzmán empiezan
sus narraciones, se explora el mundo de la marginalidad, se
desenmascara la conducta de los pícaros en su intento de
ascensión social, intento de obligado fracaso, se explora el
tema de la honra... Para Rey Hazas la elección del esquema
picaresco viene en Quevedo determinada precisamente por la
intención de tratar ciertos temas (los de la
constelación social del
ascenso-fraude-movilismo-inmovilismo-herencia y clase social,
etc.) que el modelo del
género picaresco privilegia. Otro de los rasgos comunes a
las principales novelas picarescas que cabe resaltar en el
Buscón es el del ingenio como hilo conductor de las
aventuras del protagonista, ingenio que se agudiza en diversa
medida por el aprendizaje a través (generalmente) de
episodios violentos que despiertan la astucia maliciosa del
personaje, enfrentado a un ambiente hostil en el que la generosidad
o la misericordia brillan por su ausencia.
El
Buscón es obra de juventud de su autor. La redacta
probablemente en Valladolid, y fue conocida sin duda en copias
manuscritas mucho antes de su publicación. En la
situación actual de la crítica textual sobre la
novela se concede valor fundamental a la redacción
representada en el llamado manuscrito B (que perteneció al
bibliotecario don José Bueno), conservado en el Museo
Lázaro Galdiano de Madrid, que últimamente ha servido
de base a distintas ediciones modernas (Cros, Jauralde,
García Valdés...) y que es también la base de
mi edición. El Buscón que se publica por vez
primera (Zaragoza, Vergés, a costa de Roberto Duport, 1626)
al parecer sin el consentimiento de Quevedo, muestra algunas
diferencias de importancia respecto del manuscrito B. Proliferan
después ediciones del Buscón: una segunda en
Zaragoza, 1626 (en realidad impresa en Madrid con datos falseados),
y otras sucesivas en Barcelona, Valencia, Zaragoza, Rouen,
Pamplona, Lisboa..., etc. La
primera versión impresa fue la base de la magistral
edición de Lázaro, que ha servido de pauta a otras
muchas posteriores (Lázaro incluyó también a
pie de página la versión de B). Las relaciones y
jerarquía entre ambas lecturas principales (manuscrito B y
edición príncipe) las ha tratado en diversos trabajos
Jauralde (ver bibliografía) y a sus páginas remito
para más detalles. A diferencia de la postura de
Lázaro, que consideró la existencia de dos versiones,
una primitiva (manuscrito B) y otra retocada (resto de manuscritos
y primera edición) ambas realizadas por Quevedo, Jauralde
sostiene la existencia de una sola redacción del
Buscón (la del manuscrito B), de la que los
manuscritos C y S serían simplemente copias deturpadas en la
transmisión textual. No es este el lugar ni hay espacio para
ocuparse con detalle de los problemas textuales del
Buscón: baste señalar que sea como fuere el
estema de la transmisión, en la situación actual de
nuestros conocimientos y con los testimonios que han pervivido, las
dos opciones básicas son las de editar la versión
impresa de la príncipe o la reflejada en el manuscrito B.
Hay ya muchas ediciones de la versión impresa asequibles al
lector moderno. Algunas menos del manuscrito B: tanto por responder
al más reciente estado de la cuestión crítica
como por facilitar el manejo de la versión menos extendida,
adopto el texto del manuscrito B como base de la presente
edición. Los mínimos retoques o enmiendas se indican
entre corchetes.
Controvertida es
también la datación de la obra, que ofrece abundantes
dificultades. Único dato seguro que se coloca entre 1603 y
1626 (fechas de la muerte de Alonso Álvarez de Soria, que se
menciona en la novela, y de la publicación de la
príncipe en Zaragoza). Salas Barbadillo, en El subtil
cordobés Pedro de Urdemalas, de 1620, reproduce muchos
motivos y expresiones del Buscón, así que,
como advierte Ynduráin, la novela de Quevedo habrá de
ser anterior al 28 de septiembre de 1619 (fecha del privilegio de
la obra de Salas). Las referencias históricas internas
(sitio de Ostende, de julio de 1601 a septiembre de 1604, burlas a
Pacheco de Narváez, referencias a diversos poetas...) no son
demasiado precisas ni definitorias. La cronología interna de
las vicisitudes de Pablos es poco coherente: si las referencias del
principio remiten a 1603, el final de la novela debería
ocurrir bastantes años más tarde (Pablos ha pasado de
niño a hombre), pero esa misma cronología interna
coloca las escenas finales otra vez hacia 1603, fecha de la muerte
del jaque Alonso Álvarez de Soria, lo que implica una
suspensión del proceso temporal durante la acción del
relato. En cuanto a los temas y motivos literarios, influencias,
alusiones literarias, etc. tampoco pueden servir de referencias
precisas. Por la frecuencia de detalles que remiten a los
años de 1603-1604 (muerte de Alonso Álvarez de Soria,
sitio inacabado de Ostende, influencias de la Segunda parte del
Guzmán de Alfarache de Martí, publicado en
1602...) estas parecen ser las fechas más probables de la
redacción de la novela.
6.
Bibliografía
6. 1. Principales
ediciones modernas del Buscón
- Ed. de A. Castro, Madrid, Clásicos Castellanos, 1927.
- Ed. de F. Lázaro Carreter, Salamanca, Universidad, 1965.
- Ed. de B. W. Ife, Oxford, Pergamon, 1977.
- Ed. de D. Ynduráin, Madrid, Cátedra, 1980.
- Ed. de C. Vaíllo, Barcelona, Bruguera, 1980.
- Ed. de A. Gargano, Barcelona, Planeta, 1982.
- Ed. de A. Rey Hazas, Madrid, SGEL, 1982.
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- Ed. de P. Jauralde, Madrid, Castalia, 1990.
- Ed. de M. Á. Teijeiro, Barcelona, PPU, 1990.
- Ed. de C. C. García Valdés, Madrid, Editorial Bruño, 1991.
6. 2.
Bibliografía citada y bibliografía esencial para el
Buscón y Quevedo
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7. Abreviaturas
más usadas en el estudio y notas
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Sueños, Quevedo, Los sueños,
ed. I. Arellano, Madrid,
Cátedra, 1991.
PO, Quevedo, Poesía
original, ed. J. M.
Blecua, Barcelona, Planeta, 1971.
DRAE,
Diccionario de la lengua española, Real Academia
Española, ed. de
1984.
Covarrubias,
Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana
o española, ed. M.
de Riquer, Barcelona, 1943.