2012年10月17日水曜日

koyo 紅葉 hojas coloradas




そろそろ紅葉の季節ですね。

Que las hojas de ciertas especies de árboles y plantas cambian de color antes de caer, es algo natural y común a todos los países que disfrutan de cuatro estaciones anuales. En Japón, sin embargo, se ha convertido en un sím bolo, en un elemento cultural y en una fiesta.

En un país rico en montañas, lluvias, vegetación y especies autóctonas, los japoneses hemos sabido poner nueatra vida y nuestra cultura al compás de las estaciones, y cuando llega el otoño miles de personas se desplazan a las zonas montañosas para gozar del intenso rojo de que se tintan; y es que es verdaderamente impresionante ver los valles descender de las altas cumbres, ya cubiertas de blanco, como caudalosos ríos de sangre, o sierras enteras adquirir el color de las frutas maduras.
Ya a finales de agosto empieza a respirarse en las ciudades un ambiente otoñal creado por los carteles publicitarios de agencias de viajes, compañías de transportes, hoteles, etc., y cuando llega octubre o noviembre es muy normal preguntar a la gente que ha viajado por el estado de las hojas del lugar de donde viene, aunque no haya ido precisamente a solazarse con ellas. "Estaban en el mejor momento" o "allí ya se han caído" o "faltan aún unos días," podrían contestarnos.
También la televisión, por medio de los anuncios o de los mismos programas, pone su grano de arena en la movida otoñal, ya que en Japón es corriente poner sabor estacional a los guisos más diversos. Así, la gente, ya con ganas de otoño tras los calores estivales, propulsada además por los medios de comunicación se dispara los fines de semana hacia el campo: El koyo, que he visto en Hakone ha sido tan fuerte que me ha quitado las telarañas que me habían pegado en los ojos durante todo el año, me comentaba el pasado noviembre la dueña del bar. Otros, sin embargo, reciben impresiones más poéticas, a base de hojas rojas y amarillas difuminadas por la neblina matinalñ y a un amigo mío alpinista no le hacía ninguna gracia que todo el monte se le pusiera rojo, le parecía excesivo y además le ponía mal cuerpo (en japonés espíritu kimochi). Lo cuento para que se dé cuenta el lector de que la cosa no es moco de pavo.







Pero además de los paisajes naturales hay otros sitios donde disfrutar de la maravilla del koyo, son los jardines de los templos, que están creados de modo que nos permitan recrearnos con el paso de las estaciones; ciruelos para anunciar la primavera,  cerezos y azaleas para su apogeo, musgo y agua para refrescarnos durante el verano; arces, principalmente, y otros caducifolios para otoño e invierno.
Para visitar templos el mejor lugar del país es Kioto, y de hecho es en esta estación cuando hay más afluencia de visitantes. Puede decirse que todos los templos de la ciudad son lugares apropiados para sumergirse en la naturaleza y en la historia, pero además durante estos días del koyo los jardines adquieren la calidad cromática de lagunas lacas y el rojo de los santuarios sintoistas, el metal del Pabellón de Oro, la sobria grandeza del templo Kiyozumi adquieren matices insospechados para quien los haya visto sólo una semana antes. Si el riguroso invierno de la capital antigua hace, en sus comienzos, el milagro de esta transformación, este es especialmente bello en los templos de los montes que la rodean: Ohara, Hieizan, Takao y Arashiyama, donde la pureza del aire hacen que las hojas tomen una coloración aún más limpia e intensa.
En Kioto, entre los jardines que rodean pagodas, santuarios, ermitas o templos, nos sentimos transportados a un mundo en aue el arte creado por los hombres aparenta un ser más de la naturaleza y esta in elemento más de la creación artística. E imaginamos que el fluir de las estaciones debió ser aquí en épocas en que el tempo era humano algo así como una sinfonía con un tercer movimiento cálido y acogedor. También nos damos cuenta de que todo fue obra de gentes que amaban lo efímero, que plantaban cerezos porque su flor se abre de la noche a la mañana para morir tras breves días de esplendor, artistas seducidos por unas hojas rojas de arce que se mantendrían según el capricho del viento, hombres enamorados de la belleza perecedera, precisamente por perecedera.   


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